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La misteriosa Máquina
que atrapaba el tiempo

Por Artemio Gris

[Artemio Gris] El tiempo siempre fue una obsesión humana desde que, en los albores de la civilización, aquellos antiguos hombres adquirieron la conciencia de la muerte, sentados alrededor de una fogata y preservados por ella de las bestias de la noche.

Cuando urge la supervivencia, la mente no descansa, ni el sueño reconforta. Los primeros hombres, antes del fuego, vivían en una suerte de vigilia perpetua acechados por sus depredadores, turnándose brevemente para vigilar a los suyos y alternando un etéreo descanso con un alerta permanente hasta que salía nuevamente el sol. Poco se diferenciaban aquellas precarias tribus de las manadas de otros mamíferos; todas presas de la inconsciencia y la necesidad; hasta que… un milagro les otorgó el dominio del fuego.

Los griegos atribuyen al Titán Prometeo haber regalado el fuego a los humanos. Muy caro pagó su osadía, pues Zeus había prohibido ayudar a los hombres y por ello, el Titán fue condenado al perpetuo tormento de ser encadenado en el Cáucaso para ser devorado durante el día en sus entrañas por un águila; pero como era un semidiós, a la noche su cuerpo se regeneraba y con cada amanecer el tormento se repetía.

Los humanos también pagaron caro el regalo de aquel portador de luz; pues el fuego les dio a la vez un alivio y un tormento. Sentados a la noche alrededor de la llama, las bestias huían espantadas y los hombres pudieron finalmente descansar. Por primera vez se vieron los rostros en la serenidad de la noche y los primitivos gestos y ruidos guturales que emitían, poco a poco se fueron transformando en sonidos más articulados y luego en lenguaje; toda experiencia pudo ser expresada y transmitida primero de persona a persona y después de generación en generación. La vida poco a poco dejó de ser inmediata. Así, con el recuerdo verbal, apareció la conciencia del paso del tiempo y también de la muerte… ese fue el precio que pagaron por el fuego y el lenguaje. Así aparecieron las primeras tumbas y los primeros ritos funerarios y así también la perpetua búsqueda de un sentido trascendente que explique la indefectible desaparición de todo aquello que amamos y poseemos tan brevemente en la vida.

Pasando del lenguaje oral registrado en la memoria, al esculpido en las piedras, en el barro o el papiro, el tránsito del pasado al futuro de las primeras conciencias ancestrales trascendió los años, los siglos y los milenios. La piedra tallada en sumeria por manos agrestes, pudo transmitir los extraños signos de un lenguaje olvidado y los mensajes de vidas perdidas en el pasado.

Con la conciencia del tiempo, los días encontraron su nombre, así como las estaciones y los meses; mientras los años buscaron diversos puntos de partida para ser contados, según las eras. La mítica fundación de Roma o la supuesta creación del mundo, la venida de un profeta, un nacimiento mágico o una banal revuelta contra reyes; pretendieron, con diverso éxito, erigirse en los ejes del tiempo. Mucho antes, gigantescas moles de piedra midieron las trayectorias de la luna y el sol y dispersos monolitos marcaron con sus cíclicas sombras las épocas de siembra y de cosecha.

Se dice que, quien descubrió el fuego, descubrió también el tiempo y con el transcurso de los días la necesidad de medirlo. Para algunos, la conciencia de muerte hace apreciable la vida; pero su inminencia la vuelve tan insoportable como para desear finalmente, que la nave que somos llegue al desconocido y fatal destino que le depara el tiempo.

¿Qué dice Wikipedia?


El Mecanismo de
Anticitera


Arquímedes


Herón de Alejandría


El Reloj de Praga

Alguna vez en Sumeria, Egipto o Babilonia; artificios de agua y arena intentaron en vano atrapar el tiempo. Luego alguien descifró que los astros integran un gigantesco mecanismo que acompasadamente indica con precisión el transcurso de los días y las estaciones. Arquímedes y Herón de Alejandría quisieron imitarlo deduciendo los invisibles engranajes que mueven la máquina celeste y quedaron sus bocetos en viejos pergaminos custodiados en una antigua biblioteca. El destino los preservó de diversos fuegos y sobrevivieron milenios. Ya en el siglo XX; se encontraron despojos de hierros cubiertos por óxido y salitre que emergieron de un naufragio de guerras olvidadas, que finalmente revelaron que aquel anhelo imaginado por los griegos había sido real.

En otros tiempos y lejanas geografías otra máquina del tiempo vería la luz acompañada de una maldición. En el antiguo reino de Bohemia, por el año 1.410 encargaron a un viejo relojero llamado Nicolás Kadan y a un profesor de matemáticas llamado Jan Šindel, la construcción de un reloj para el ayuntamiento de la vieja ciudad de Praga, la capital del reino. Cuando el último de ambos -Šindel- murió en el año 1.443 (Kadan había fallecido unos años antes), la máquina quedó al cuidado del maestro relojero Hanus (cuyo verdadero nombre es Jan Ruze) y su ayudante Jakob Cech.

Conocedor como ninguno de esa maravillosa máquina astronómica, Hanus se jactaba de ser el único -junto a su fiel aprendiz- de poder hacerla funcionar y de hecho, era uno de los pocos relojes medievales -tal vez el único- que nunca se detenía. Nadie podía ingresar al corazón de la máquina en donde palpitaban sus engranajes y de hecho había días -algunos rumores de la época decían de semanas incluso- que el maestro desparecía, quedando sólo su fiel ayudante como custodio del mecanismo. Interrogado por los concejales del Ayuntamiento sobre su maestro, el fiel aprendiz sólo atinaba a contestar que estaba trabajando en el mantenimiento mecanismo y que había solicitado no ser molestado.

Nunca se supo qué pasó una fatídica noche, cuando un grupo de alterados ciudadanos irrumpió en la Torre de Praga exigiendo la presencia del Maestro Hanus, y al entrar en la torre violentaron la puerta del habitáculo de la máquina, pese la resistencia de su aprendiz. El horror cautivó a los presentes cuando encontraron al maestro con los ojos cerrados sobre una superficie de vidrio y como en trance, envuelto por un halo blanco. A pesar de las súplicas de Jakob lo tomaron por los pies despertándolo del trance. Un alarido de dolor llegó a todos los rincones de la torre. Las dos personas que lo halaron al Maestro murieron en el acto al introducirse en el halo. Jacob que había intentado detenerlos perdió la mano que entró en contacto con la luminiscencia que rodeaba a Hanus; quien finalmente recobró la conciencia haciendo cesar la luz que lo rodeaba pero al abrir los ojos, nunca más pudo volver a ver.

El reloj quedó detenido desde entonces por mucho tiempo. Se dice que los testigos del episodio que sobrevivieron perdieron la cordura. El vulgo de Praga hizo circular diversos rumores, ninguno de los cuales refería lo que en verdad había sucedido. Esa misma noche, maestro y alumno desparecieron de Praga. Leyendas de ciudades cercanas hablaban de un ciego con su lazarillo manco y de la existencia de un manuscrito cosido en un rústico códice, escrito con letras imprecisas por una mano inexperta, que contaba una historia inverosímil y contenía unos extraños y burdos garabatos dibujados con impericia. Con los años, el mismo fue encontrado por un mercader judío y vendido a un Hidalgo español. Por azar terminó a la biblioteca de Felipe II, Rey de España, en el Monasterio de “El Escorial”, los monjes lo registraron como Antiguo Códice Bohemio. El destino quiso que confluyeran en esa lejana geografía algunos viejos pergaminos que se atribuyeron a Arquímedes cuyos dibujos guardan una lejana simetría con los anónimos garabatos de aquel extraño códice.

 

 

 

 

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