El Enigmático Mundo de la Cultura Popular
Revistas de literatura popular
[SEPA] A comienzos del siglo XX, Argentina exhibía un apetecible mercado editorial. Los diarios alcanzaron tirajes altísimos y las revistas proliferaban proponiendo diferentes temáticas. El fenómeno llegó a ser tan intenso, que con sólo 7 millones de habitantes en aquel momento, el tiraje de sus diarios era superior al de varios países europeos de diferentes lenguas; mientras se creaban numerosas editoriales argentinas de libros y revistas.
Este fenómeno no se limitó al mundo académico ni al segmento más educado o “culto” de la sociedad; sino que la demanda surgió desde los sectores más populares de la misma; por lo que, la oferta se tuvo que adecuar a los estándares económicos de los trabajadores y de la incipiente clase media argentina. Esta enorme demanda de diarios, libros y revistas resultó muy rentable para las empresas del rubro. Si bien se vendían en las grandes librerías tradicionales como “El Ateneo” libros clásicos encuadernados con finos papeles, tapas de elegante cabritilla y letras doradas estampadas en sus lomos; también era usual recibir en las casas de familia de clase media y de trabajadores, visitas de vendedores ambulantes de grandes editoriales que ofrecían las mismas colecciones de clásicos españoles, atlas universales y enciclopedias de todo tipo, a los padres de familia que se esforzaban en comprar libros en cuotas por la educación de sus hijos.
Un clásico de las enciclopedias juveniles
Otra vía por la que se ofrecían productos editoriales eran los quioscos, que se llenaban de ofertas de grandes colecciones y enciclopedias profusamente ilustradas, por ejemplo las que publicaba la desaparecida editorial CODEX con sus clásicas enciclopedias Estudiantil, Superior, Tecnorama, Arterama, etc.; y cuya calidad estaba garantizada porque participaban en su elaboración profesores universitarios de todas las disciplinas e intelectuales destacados, como el extraordinario escritor e historietista argentino Héctor Germán Oesterheld (1919-1978) o el ilustrador austríaco Eugenio Hirsh (1923-2001).
En los quioscos, se ofrecían pequeños libritos que cabían en la palma de la mano, profusamente ilustrados con dibujos coloridos y con temáticas diversas que iban desde historias del lejano oeste, románticas, de gauchos argentinos, de detectives, de espías, de invasiones marcianas, de guerra, de terror, etc. Con las revistas sucedía algo similar y ofrecían al ávido lector de las calles, coloridas historietas y narraciones periódicas de las historias más inverosímiles que los esforzados escritores populares publicaban semanalmente a cambio de una paga por lo general humilde. Muchas novelas que llegaron a ser universalmente reconocidas, fueron escritas periódicamente en “folletines” y los lectores esperaban con ansiedad la continuación de la trama semana a semana.
El papel barato: El término “pulp” que en inglés se usa para nombrar la pasta con que se fabrica el papel o pulpa en español; se popularizó en Estados Unidos para nombrar, por extensión, a los formatos rústicos encuadernados con hojas pegadas en vez de los prolijos cuadernillos cosidos de los libros caros. El papel de estas publicaciones económicas estaba confeccionado con la pasta de papel o “pulp”, más ordinaria y barata |
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Estos libros y revistas, que se hacían con este formato accesible al bolsillo de los trabajadores, contenían narraciones e historietas de diferentes géneros; forjando un espacio cultural alternativo que, por lo general, era -al menos al principio- ignorado por los ámbitos literarios dedicados a la literatura convencionalmente considerada “culta” o propia del “establishmen” académico.
Lo que en Estados Unidos se conoce como “literatura pulp”, en referencia a las encuadernaciones rústicas, en Argentina se denominaba directamente “literatura popular”. Es importante aclarar que, en ese período de gran desarrollo cultural que abarca el fin del siglo XIX hasta la década del ’60 del siglo XX, la literatura popular no se asimilaba a lo grotesco ni a lo mediocre o masivo (en el sentido despectivo que hoy tiene el término); sino a que en muchos casos reflejaba una mirada costumbrista de la realidad cotidiana, exploraba mitos ancestrales o intentaba fantasías científicas y en otros casos abrevaba en antiguas tradiciones reinterpretadas (como las inspiradas en “Las Mil y Una Noches” o en las “Escrituras”). Grandes escritores argentinos respetaron esta tradición como Leopoldo Lugones (1874-1938) al comienzo del siglo XX, Macedonio Fernández (1874-1952) y luego Leopoldo Marechal (1900-1970), Roberto Arlt (1900-1942), Jorge Luis Borges (1899-1986), Adolfo Bioy Casares (1914-1999), Silvina Ocampo (1903-1993), más adelante Rodolfo Walsh (1927-1977) y Héctor Germán Oesterhed (1919-1977) entre muchos otros.
En el mundo, los escritores también exploraban el terror, la intriga, el suspenso y lo policial. Tal es el caso de Robert Louis Stevenson (1850-1894), Emilio Salgari (1862-1911), Marck Twain (1835-1910), Julio Verne (1828-1905), H. G Wells (1866-1946), Gilbert Keith Chesterton (1874-1936), Jack London (1876-1916), Howard Phillips Lovecraft (1890-1937), Arthur Machen (1863-1947), etc. |
Con esto queda claro que lo que denominamos “Literatura Popular” en Argentina o “Relatos Pulp” en Estados Unidos; no configuran un género literario; sino un fenómeno cultural multifacético, ocurrido entre fines del siglo XIX y mediados del siglo XX y que, en todo caso, tiene como común denominador una estética recargada de una colorida literalidad, imaginación e ingenuidad en su representación gráfica. Las revistas literarias populares albergaban en su seno las más variadas expresiones y se dirigían a un público amplio. Uno de los ejemplos argentinos de este tipo de publicaciones fue la Revista editada por Editorial Sopena “Leoplan” que se publicó desde 1934 hasta 1965.
En esta publicación puede observarse la variabilidad temática de sus contenidos y cierto cosmopolitismo cultural, en el sentido que publicaban a autorres de otras nacionalidades junto con autores argentinos. El curioso nombre de esta revista indicaba que proponía un plan para la lectura y su objetivo era la divulgación cultural. Su contenido ofrecía grandes autores de la literatura universal, historietas, entre las cuales tiene el honor de haber publicado por primera vez a la icónica Mafalda de Quino (Joaquín Salvador Lavado Tejón; 1932-2020); entrevistas a cargo de periodistas ya consagrados como Enrique González Tuñón, Carlos Duelo Cavero, Adolfo R. Avilés e Ignacio Covarrubias y jóvenes como Horacio de Dios, Miguel Bonasso y Sergio Caletti e incluso notas del exterior, como por ejemplo de Erskine Johnson sobre cine desde Hollywood y de André B. Lartigau desde Europa. Miguel Brascó tuvo a su cargo un suplemento satírico y también había notas de divulgación científica, política, geográfica, artística, histórica, etc.
La aventura decimonónica: Esta época importa un contexto político-cultural signado por el reparto del África por parte las potencias imperiales europeas y la cruenta colonización del continente; el escritor británico Henry Ridder Haggar (1856-1925) propone una narrativa que idealiza al “cazador blanco” en la figura de su personaje “Allan Quatermain” de muchas de sus narraciones, entre las que se destaca el éxito editorial de “Las minas del Rey Salomón”, como ejemplo paradigmático de la existencia de reinos perdidos. En este orden, el escocés Arthur Conan Doyle (1859-1930) escribe “El Mundo Perdido”, historia que transcurre en una meseta sudamericana descubierta por un excéntrico profesor londinense. De similar tenor es el “Viaje al centro de la Tierra”
Ilustración de “Las Montañas de la Locura” de Howard Phillips Lovecraft
Cruzando el Atlántico, el escritor estadounidense Edgard Rice Burroughs (1875-1950) escribe “La tierra olvidada por el tiempo”, escenario prehistórico al que se llega desde el Triángulo de las Bermudas y a Delos Wheeler Lovelace (1894-1967), autor de “King Kong” relato publicado en serie antes de la película homónima. Otro ejemplo es la novela “Horizontes Perdidos” de James Hilton (1900-1954) que narra la llegada de un grupo de extranjeros al lejano reino de Shangri-La, un reino utópico y paradisíaco ubicado en el Himalaya. Una versión un poco más oscura de los mundos perdidos ofrecen, Howard Phillips Lovecraft con su novela “Las Montañas de la Locura” y Arthur Machen con su cuento “El Pueblo Blanco”. El gusto popular ha consagrado al primero de estos escritores cuando empezó a ser publicado por la revista “Weird Tales” revista fundada por J. C. Henneberger y J. M. Lansinger en marzo de 1923. A esta pionera le siguió “Amanzing Stories”, revista que salió en 1926 bajo la casa editorial “Experimenter Publishied” de Hugo Gernsback, publicación que se enfocaba principalmente en la ciencia ficción.
Resulta interesante resaltar el sentido de lo que se entendía por “popular” en los años de este “boom” editorial. Pues hasta la segunda guerra mundial, lo “popular” era sinónimo de pueblo y tradición. Muchas de estas historias de aventuras por un lado se inspiraban en antiguas leyendas y tradiciones de diferentes culturas que eran reinterpretadas por autores que utilizaban las mismas para escribir sus obras. Robert Louis Stevenson utilizó las mil y una noches como modelo para escribir las historias encadenadas de “Las nuevas noches árabes”. El irlandés William Batler Yeats (1865-1939) se nutría de las leyendas de hadas irlandesas; Arthur Machen, se inspira en tradiciones celtas, Henry Ridder Haggar se apoya en historias bíblicas, Howard Phillips Lovecraft recrea tradiciones sumerias, etc.
La idea de cultura popular abreva en una vieja tradición que fusionaba la cultura con lo que se denominó como “espíritu del pueblo”, que en definitiva es la fuente de inspiración del arte. Para entender este concepto basta recordar que, por ejemplo, Richard Wagner (1813-1883) se inspira al escribir su obra en las viejas leyendas populares germanas y los festivales que se hicieron a partir de 1873 para representar su obra en Bayereuth fueron gratuitos y participaba todo el pueblo como en una verdadera fiesta. Otro ejemplo lo da la ópera italiana del siglo XIX, de neta filiación popular. Era usual que fueran representadas en las calles por cualquier grupo de eventuales transeúntes que se sabían de memoria las letras y tenían una formación musical asimilada casi como el propio idioma materno. El término “folklore” tiene raíz alemana dado que “folk” significa pueblo y “lore”, acervo, saber o conocimiento. La etapa de mayor expansión de la cultura tipográfica (que se da desde fines del siglo XIX hasta mediados del siglo XX), implicó también la existencia de un espacio donde la cultura popular encontró un medio idóneo de divulgación; antes de que la aparición de los medios magnetofónicos (la radio) y visuales (el cine y la tv en una primera instancia y luego el internet), comiencen a alterar la relación entre el pueblo y la cultura.
La cultura tipográfica fue un medio de expresión de la cultura popular que las instituciones oficiales y los gobiernos que pretenden imponer la “cultura aceptada” por ellos mismos, no pudieron controlar; pese a las censuras y quema de libros recurrentes. Sin embargo, cuando la capacidad de influencia de las empresas difusoras (medios de comunicación) se acrecentó de manera exponencial, se produjo un quiebre entre el pueblo y su cultura. La enorme asimetría que se produjo entre los destinatarios de la cultura y quienes la difundían (grandes empresas discográficas y cinematográficas primero y luego las grandes empresas de internet) transformó la cultura, primero en comercial (se difundían más las expresiones populares que generaban renta) y luego en vulgar; pues cuando lo único que motiva la difusión de la arte y la cultura es la renta, lo mediocre (que no requiere formación y siempre es barato y fácil de hacer) suele ser preferido por los mercaderes de la vulgaridad que sólo buscan ganancias. Por ello, rendimos nuestro humilde homenaje a ese enigmático mundo de la “cultura popular” que todavía sobrevive en algunos oasis rodeado del desierto de la posmodernidad. |
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