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El Ladrón de Cadáveres

Por Robert Louis Stevenson (1850-1894)

Cartel de la película inspirada en el cuento de Stevenson
Cartel de la película inspirada en el cuento de Stevenson

Todas las noches los cuatro nos sentábamos en el reservado de la posada George en Debenham: el empresario fúnebre, el dueño, Fettes y yo. A veces había más gente; pero, sin importar si llovía, arreciara el viento, la nieve o el frío, los cuatro nos instalábamos en nuestros respectivos sillones. Fettes era un viejo escocés dado a la bebida, culto y acomodado; porque vivía sin hacer nada. Había llegado a Debenham años atrás y se había convertido en hijo adoptivo del pueblo. Su capa azul era una antigüedad, igual que la torre de la iglesia. Su lugar en el reservado de la posada, su conspicua ausencia de la iglesia y sus vicios vergonzosos eran cosas sabidas en Debenham. Mantenía opiniones vagamente radicales y cierto escepticismo religioso que sacaba a relucir periódicamente, dando énfasis con imprecisos manotazos sobre la mesa. Bebía ron: cinco vasos todas las veladas y durante la mayor parte de su visita a la posada permanecía en un estado de melancólico estupor alcohólico, siempre con el vaso de ron en la mano derecha. Le llamábamos el doctor, porque se le atribuían ciertos conocimientos de medicina y en casos de emergencia había sido capaz de entablillar una fractura o reducir una luxación; pero, al margen de estos pocos detalles, carecíamos de información sobre su personalidad y antecedentes.

Una oscura noche de invierno -alrededor de las nueve- nos enteramos que un gran terrateniente de los alrededores había enfermado en la posada, atacado de apoplejía, cuando iba hacia Londres y al Parlamento. Por telégrafo se había solicitado la presencia, a la cabecera del gran hombre, de su médico de la capital; personaje todavía más famoso. Era la primera vez que pasaba una cosa así en Debenham (hacía muy poco tiempo que se había inaugurado el ferrocarril) y todos estábamos convenientemente impresionados.

—Ya ha llegado —dijo el dueño, después de encender la pipa.

—¿Quién? —dije yo— ¿El médico?

—Precisamente —contestó nuestro posadero.

—¿Cómo se llama?

—Doctor Macfarlane —dijo el dueño.

Fettes terminaba su tercer vaso, sumido ya en la borrachera, unas veces asintiendo con la cabeza, otras con la mirada perdida en el vacío; pero con el sonido de las últimas palabras pareció despertarse y repitió dos veces el apellido Macfarlane: la primera con entonación tranquila, pero con repentina emoción la segunda.

—Sí —dijo el dueño—, así se llama: doctor Wolfe Macfarlane.

Fettes se serenó; sus ojos se aclararon, su voz se hizo firme y sus palabras más vigorosas. Todos nos quedamos sorprendidos ante aquella transformación, era como si un hombre hubiera resucitado de entre los muertos.

—Les ruego que me disculpen —dijo—, mucho me temo que no prestaba atención a sus palabras. ¿Quién es ese tal Wolfe Macfarlane?

Y añadió, después de oír las explicaciones del dueño:

No puede ser, claro que no; y, sin embargo, me gustaría ver a ese hombre cara a cara.

—¿Le conoce usted, doctor — preguntó el empresario de pompas fúnebres.

—¡Dios no lo permita! —Respondió— Sin embargo, el nombre no es nada corriente, sería demasiado imaginar que hubiera dos. Dígame, posadero, ¿Se trata de un hombre viejo?

No es un hombre joven. Tiene el pelo blanco; pero sí parece más joven que usted.

—Es mayor que yo, varios años mayor. Pero —dando un manotazo sobre la mesa—, es el ron lo que ve usted en mi cara; el ron y mis pecados. Este hombre quizá tenga una conciencia más fácil de contentar y haga bien las digestiones. ¡Conciencia! ¡De qué cosas me atrevo a hablar! Se imaginarán ustedes que he sido un buen cristiano, ¿no? Pues no, yo no; nunca me ha dado por la hipocresía. Quizá Voltaire habría cambiado si se hubiera visto en mi caso; pero, aunque mi cerebro —y se dio un manotazo sobre la calva—, aunque mi cerebro funcionaba perfectamente, no saqué ninguna conclusión de las cosas que vi.

—Si este doctor es la persona que usted conoce —me aventuré a apuntar, después de una pausa bastante penosa—, ¿debemos deducir que no comparte la buena opinión del posadero?

Fettes no me hizo el menor caso.

—Sí —dijo, con repentina firmeza—, tengo que verlo cara a cara.

Se produjo otra pausa; luego una puerta se cerró en el primer piso y se oyeron pasos en la escalera.

—Es el doctor —exclamó el dueño—. Si se da prisa podrá alcanzarle.

No había más que dos pasos desde el pequeño reservado a la puerta de la vieja posada George; la ancha escalera terminaba casi en la calle; entre el umbral y el último peldaño no había sitio más que para una alfombra turca; pero este espacio tan reducido quedaba iluminado todas las noches, no sólo gracias a la luz de la escalera y al gran farol debajo del nombre de la posada, sino también debido al cálido resplandor que salía por la ventana de la cantina. La posada llamaba así la atención de los que cruzaban por la calle en las frías noches de invierno. Fettes llegó sin vacilaciones hasta el vestíbulo y los demás, quedándonos retrasados, nos dispusimos a presenciar el encuentro entre aquellos dos hombres, encuentro que uno de ellos había definido como cara a cara. El doctor Macfarlane era un hombre despierto y vigoroso. Sus cabellos blancos servían para resaltar la calma y la palidez de su rostro, nada desprovisto de energía. Iba elegantemente vestido, y lucía una gruesa cadena de oro para el reloj y gemelos y anteojos del mismo metal precioso. La corbata, ancha y con muchos pliegues, era blanca con lunares de color lila, y llevaba al brazo un abrigo de pieles para defenderse del frío durante el viaje. No hay duda de que lograba dar dignidad a sus años envuelto en aquella atmósfera de riqueza y respetabilidad; y no dejaba de ser todo un contraste sorprendente ver a nuestro borrachín —calvo, sucio, lleno de granos y arropado en su vieja capa azul de camelote— enfrentarse con él al pie de la escalera.

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El Ladrón de Cadáveres

 

¿Quién fue Robert Louis Stevenson?

Robert Louis Stevenson

[SEPA] Robert Louis Balfour Stevenson (1850-1894), fue un escritor escocés nacido en Edimburgo que incursionó en la novela, el cuento, en la poesía y en el ensayo. Su breve vida no fue óbice para que se convierta en uno de los más destacados narradores de la literatura popular de la segunda parte del siglo XIX.

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Autor de historias y personajes inolvidables que han poblado la infancia de miles de niños, jóvenes y adultos del mundo no sólo en la versión literaria sino también cinematográfica; ha influenciado también a grandes escritores de otras latitudes y lenguas; entre ellos Joseph Conrad, Graham Greene, H. G. Wells, Gilbert Keith Chesterton, Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges. Éste último escritor argentino lo incluyó en su canon definitivo cuando se decidió a prologar una colección de obras universales a las que tituló Biblioteca Personal; selección que quedó inconclusa con 75 libros elegidos cuando lo sorprendió la muerte, ya que originariamente tenía la intención de elegir 100 obras.

Toda su familia se había dedicado a la construcción de barcos por generaciones, lo que hizo que intentara estudiar ingeniería náutica, lo que finalmente abandonó para estudiar abogacía y ejercer por un tiempo esa carrera sin demasiada devoción. A sus 25 años empezaron los primeros síntomas de una enfermedad que lo llevaría a la muerte. Fue un viajero infatigable en busca de un lugar en el cual mejorar su estado de salud, cada vez más diezmado por la tuberculosis. Al año siguiente se enamoró de Fanny Osbourne, con quien terminó casándose y mudándose a las islas del pacífico sur; lugar en el que pasaría sus últimos años.

Tusitala, palabra que significa contador de cuentos, en el idioma aborigen de las islas en las que vivió sus últimos años; fue el sobrenombre que le habían puesto los nativos, con quienes convivió pacíficamente. Murió en 1894 de una hemorragia cerebral, una hora después de que Stevenson terminará de dictar a su esposa un párrafo de su novela más ambiciosa, Weir of Hermiston. Un año antes había relatado en una carta: “Durante catorce años no he conocido un solo día efectivo de salud. He escrito con hemorragias, he escrito enfermo, entre estertores de tos, he escrito con la cabeza dando tumbos”. Su cuerpo fue enterrado en la misma isla, en el monte Vaea.

 

 

 

 

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