El Vampiro
por
Horacio Quiroga
Son estas líneas las últimas que escribo. Hace un instante acabo de sorprender en los médicos miradas significativas sobre mi estado: la extrema depresión nerviosa en que yazgo llega conmigo a su fin.
He padecido hace un mes de un fuerte shock seguido de fiebre cerebral. Mal repuesto aún, sufro una recaída que me conduce directamente a este sanatorio.
Tumba viva han llamado los enfermos nerviosos de la guerra a estos establecimientos aislados en medio del campo, donde se yace inmóvil en la penumbra, y preservado por todos los medios posibles del menor ruido. Sonara bruscamente un tiro en el corredor exterior, y la mitad de los enfermos moriría. La explosión incesante de las granadas ha convertido a estos soldados en lo que son. Yacen extendidos a lo largo de sus camas, atontados, inertes, muertos de verdad en el silencio que amortaja como denso algodón su sistema nervioso deshecho. Pero el menor ruido brusco, el cierre de una puerta, el rodar de una cucharita, les arranca un horrible alarido.
Tal es su sistema nervioso. En otra época esos hombres fueron briosos e inflamados asaltantes de la guerra. Hoy, la brusca caída de un plato los mataría a todos.
Aunque yo no he estado en la guerra, no podría resistir tampoco un ruido inesperado. La sola apertura a la luz de un postigo me arrancaría un grito.
Pero esta represión de torturas no calma mis males. En la penumbra sepulcral y el silencio sin límites de la vasta sala, yazgo inmóvil, con los ojos cerrados, muerto. Pero dentro de mí, todo mi ser está al acecho. Mi ser todo, mi colapso y mi agonía son un ansia blanca y extenuada hasta la muerte, que debe sobrevenir en breve. Instante tras instante, espero oír más allá del silencio, desmenuzado y puntillado en vertiginosa lejanía, un crepitar remoto. En la tiniebla de mis ojos espero a cada momento ver, blanco, concentrado y diminuto, el fantasma de una mujer.
En un pasado reciente e inmemorial, ese fantasma paseó por el comedor, se detuvo, reemprendió su camino, sin saber qué destino era el suyo.
¿Quién fue Horacio Quiroga?
[SEPA] Horacio Silvestre Quiroga Fortaleza (1878-1937) fue un escritor rioplatense con profundas raíces argentinas que nació en la localidad de Salto en la Banda Oriental del Uruguay. Por parte de padre descendía del caudillo federal riojano Facundo Quiroga y fue hijo del vicecónsul argentino en Uruguay. Huérfano de padre a los dos años asesinado por accidente por un amigo; su madre volvió a casarse cuando él tenía 14 años; pero su padrastro Mario Barcos, tuvo un derrame cerebral que lo dejó semiparalizado y terminó suicidándose de un escopetazo justo cuando el joven entraba en la habitación. Por esa época contaba con 18 años.
Durante el carnaval de 1898, conoció a María Esther Jurkovski, quien le inspiraría dos de sus obras más importantes: Las sacrificadas (1920) y Una estación de amor. Sin embargo, la relación no fue aceptada por la familia de la joven porque Quiroga no tenía ascendencia judía, lo que provocó desencuentros que lo llevaron a separarse.
Luego de tener una experiencia en París, costumbre usual de los intelectuales de su época, pero regresó a Uruguay decepcionado y sin dinero. |
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En Montevideo formó un cenáculo intelectual con otros escritores al que llamó “El consistorio del gay saber”. Es la época de su primer libro Los arrecifes de coral, alegría que se vio opacada por la muerte de dos de sus hermanos Prudencio y Pastora de fiebre amarilla en Chaco. Ese mismo año, su amigo Federico Ferrando -quien había recibido malas críticas del periodista montevideano Germán Papini Zas-, comunicó a Quiroga que deseaba batirse a duelo con aquel. Horacio, preocupado por la seguridad de Ferrando, se ofreció a revisar y limpiar el arma que iba a utilizar. Pero mientras inspeccionaba el arma, se le escapó un disparo que impactó en la boca de Federico, asesinándolo instantáneamente. Lego de pasar cuatro días en prisión fue liberado al comprobarse que fue un accidente. Disolvió el cenáculo y se mudó a Buenos Aires, donde fie profesor del Colegio Británico.
Enamorado de una joven adolescente Ana María Cires, se casó y se fue a vivir a Misiones donde tuvo dos hijos, pero su esposa se suicidó ingiriendo un químico usado para revelar fotos. Regresó a Buenos Aires y se desempeñó como funcionario del Consulado uruguayo en Buenos Aires, época en la que sus libros alcanzarían una notable popularidad. Luego de haber tenido un noviazgo fracasado con una joven de 17 años, por oposición de su familia; finalmente se casó con su amor definitivo, la joven compañera de su hija maría Elena Bravo. En 1935, le diagnosticaron cáncer de próstata, por lo que decidió anticiparse al cáncer.
Desesperado por los sufrimientos presentes y por venir, y comprendiendo que su vida había acabado, Horacio Quiroga confió a su amigo Batistessa su decisión: se anticiparía al cáncer y abreviaría su dolor, a lo que el otro se comprometió a ayudarle.
Esa misma madrugada y en presencia de su amigo, Horacio Quiroga bebió un vaso de cianuro que lo mató en pocos minutos tras espantosos dolores. Sus dos hijos mayores también se suicidaron.
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Su obra, como su propia vida está atravesada por la tragedia, habiéndose convertido en una suerte de Edgar Allan Poe rioplatense. El relato que hoy nos ocupa tiene como antecedentes al cuento “El retrato Oval” de Poe y “Un sueño de Armagedón” de H. G. Wells. Ha incursionado en esta temática en otros relatos, uno de 1907 “El almohadón de plumas” y otro relato titulado también “El Vampiro”, publicado en Anaconda, ambientado en la selva misionera. Su prosa abreva en el modernismo y en el romanticismo literario, corrientes que han influido en sus temas preferidos, vinculados al terror y la tragedia; pero les ha otorgado cierta crudeza al incorporar con naturalidad la muerte y la sangre, que adquieren el carácter de verdaderos personajes que conviven con los imaginados en las diferentes tramas que plantea. |
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