Acuérdate de Azerbaiján
por
Roberto Arlt
Los dos mahometanos se detuvieron para dejar paso a la procesión budista. Con un paraguas abierto sobre su cabeza delante de un palanquín dorado, marchaba un devoto.
Atrás, oscilante, avanzaba el cortejo de elefantes superando con sus budas dorados cargados en el lomo, la verde copa de las palmeras. El socio de Azerbaijan, el prudente Mahomet, dijo, mirando a un gendarme tamil detenido frente a una dama de Colombo, cuyo cochecito de bambú arrastraba un criado descalzo.
-Que el Profeta confunda el entendimiento de estos infieles-.
-Para ellos el eterno pavimento de brasas del infierno - murmuró Azerbaijan con disgusto, pues una multitud de túnicas amarillentas llenaba la calle de tierra.-
Esta multitud mostraba la cabeza afeitada y casi todos se refrescaban moviendo grandes abanicos de redondez dentada. Azerbaijan con ojos de entendido, observaba los tipos humanos y descubría que en aquel rincón de Ceilán estaban representadas muchas de las razas del sur de la India.
Se veían brahmanes con turbantes chatos como la torta de una vaca; músicos con tamboriles revestidos de pieles de serpiente y trompetas en forma de cuerno de elefante; chicos descalzos, de vientre hidrópico y desnudo; sacerdotes budistas con la cabeza afeitada; parias cubiertos de polvo como lagartos y más desnudos que monos; jefes candianos, tripudos, con grandes fajas recamadas en oro y sombreros descomunales como fuentones de plata.
Se reconocían los pescadores de perlas por sus ojos teñidos de sangre y la descomunal grandeza del pecho. Había también allí algunos ladrones chinos, moviendo los ojos como ratones, y varios estafadores ingleses, que con las manos en los bolsillos miraban irónicamente desfilar la procesión, sacudiendo en el aire la ceniza de sus cigarrillos.
-Vámonos - dijo Azerbaijan.-
Y Mahomet, encogiéndose de hombros, siguió a su cofrade.
-¿Tienes el dinero? - preguntó Mahomet.
Azerbaijan asintió, sonriendo. El dinero, en buenas rupias indostanas, estaba liado contra las carnes de su pecho. Azerbaijan y Mahomet habían vendido el fumadero de opio a un traficante chino. Azerbaijan y Mahomet eran nativos de Tánger, pero el azar de los negocios los había arrastrado hasta Colombo, donde, siguiendo el ejemplo de la comunidad musulmana, se dedicaron a combinar el ejercicio de la usura con la explotación de campos de arroz y fumaderos de opio.
Claro está que no podían jurar sobre el Corán que el dinero con que iniciaron sus negocios había sido honradamente adquirido. Hacía algunos años, los dos compinches, entre las nieves del Himalaya, aturdieron a palos a un espía prófugo de la policía inglesa. Inútil que, intentando defenderse, el fugitivo tomara por la chilaba a Mahomet, al adivinar sus ladrones propósitos. Más rápido, Azerbaijan le hundió, con un golpe de báculo, el casco de corcho hasta las orejas; y después de aligerarle de sus libras huyeron a monte traviesa. Y así vinieron a recalar a Ceilán.
Ahora Azerbaijan y Mahomet tomaron por un polvoriento camino torcido entre palmeras. A lo largo de cobertizos de bambú se veían hileras de viejas lavando azafrán; más allá, junto a un muro gris de piedras y de adobes, tres ancianos de turbante trabajaban frente a un telar. Una malaya hacía girar su rueda. Los hombres levantaron la vista cuando los dos mahometanos pasaron, y la mujer murmuró un conjuro para protegerse del mal de ojo.
-Junto a la silla del Buda me espera un pescador de perlas- dijo, de pronto, Mahomet.
-¿Qué te quiere?-
-Es forastero. Dice que tiene una perla..., Robada...Probablemente...-
-Debíamos verla.-
La silla del Buda, un tronco quemado por un rayo tan caprichosamente, que en carbón había quedado esculpida la figura del solitario como si estuviera sobre un copo, estaba en una curva que describía el camino entrando al bosque.
Ahora los dos socios caminaban a lo largo de una playa frente al océano centelleante, aplanado por la caliente pesadez del sol. Algunas velas escarlatas se doblaban sobre la llanura de agua; los peces voladores trazaban vertiginosas curvas; la ciudad había quedado atrás; entraron en el camino que conducía a los arrozales.
-¿Qué pedirá el ladrón por la perla?-
Mahomet, cuya cara redonda y lustrosa reflejaba la paz, dijo, extendiendo el brazo:
-Allí está.-
Azerbaijan volvió la cabeza. No podía distinguir bajo qué árbol del bosque oscuro se ocultaba el ladrón de la perla. De pronto, sintió un golpe tremendo bajo el corazón; vio a Mahomet enorme como una estatua, que esgrimía un cuchillo gigantesco, y comprendió que estaba muerto. Cayó cara al polvo. Como en sueños, muy lejos, sintió que Mahomet, con mano impaciente, le desgarraba la faja del pecho, y todo se hizo oscuridad en sus ojos cuando el mercader se apoderó del bulto de rupias indostanas.
¿Quién fue Roberto Arlt?
[SEPA] Roberto Emilio Godofredo Arlt nació en Buenos Aires el 26 de abril de 1900 de padre prusiano y madre Austrohúngara. Narrador, periodista y dramaturgo, su producción escrita comprende cuatro novelas: El juguete rabioso (1926), Los siete locos (1929) y Los lanzallamas (1931) -originalmente, primera y segunda parte de una sola novela-, y El amor brujo (1932); dos libros de cuentos: El jorobadito (1933) y El criador de gorilas (1941); varias obras de teatro: Trescientos millones (1932), Saverio, el cruel (1936), La isla desierta (1937), El fabricante de fantasmas (1937), África (1938), Separación feroz (1938), La fiesta de hierro (1940), El desierto entra a la ciudad (1942), y dos recopilaciones de sus artículos periodísticos, aparecidos principalmente en el diario El Mundo: Aguafuertes porteñas (1933) y Aguafuertes españolas (1936), además de diversos volúmenes publicados en forma póstuma. Murió el 26 de julio de 1942, de una afección cardíaca, luego de presenciar el ensayo de una de sus obras en el Teatro del Pueblo.
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