La Lluvia de Fuego
(Evocación de un desencantado de Gomorra)
por
Leopoldo Lugones
Y tornaré el cielo de hierro y la tierra de
cobre. Levítico, XXVI — 19.
|
Recuerdo que era un día de sol hermoso, lleno del hormigueo popular, en las calles atronadas de vehículos. Un día asaz cálido y de tersura perfecta. Desde mi terraza dominaba una vasta confusión de techos, vergeles salteados, un trozo de bahía punzado de mástiles, la recta gris de una avenida…
A eso de las once cayeron las primeras chispas. Una aquí, otra allá -partículas de cobre semejantes a las morcellas de un pábilo; partículas de cobre incandescente que daban en el suelo con un ruidecito de arena. El cielo seguía de igual limpidez; el rumor urbano no decrecía. Únicamente los pájaros de mi pajarera cesaron de cantar.
Casualmente lo había advertido, mirando hacia el horizonte en un momento de abstracción. Primero creí en una ilusión óptica formada por mi miopía. Tuve que esperar largo rato para ver caer otra chispa, pues la luz solar anegábalas bastante; pero el cobre ardía de tal modo, que se destacaban lo mismo. Una rapidísima vírgula de fuego, y el golpecito en la tierra. Así, a largos intervalos.
Debo confesar que al comprobarlo, experimenté un vago terror. Exploré el cielo en una ansiosa ojeada. Persistía la limpidez. ¿De dónde venía aquel extraño granizo? ¿Aquel cobre? ¿Era cobre?…
Acababa de caer una chispa en mi terraza, a pocos pasos. Extendí la mano; era, a no caber duda, un gránulo de cobre que tardó mucho en enfriarse. Por fortuna la brisa se levantaba, inclinando aquella lluvia singular hacia el lado opuesto de mi terraza. Las chispas eran harto ralas, además. Podía creerse por momentos que aquello había ya cesado. No cesaba. Uno que otro, eso sí, pero caían siempre los temibles gránulos.
En fin, aquello no había de impedirme almorzar, pues era el mediodía. Bajé al comedor atravesando el jardín, no sin cierto miedo de las chispas. Verdad es que el toldo, corrido para evitar el sol, me resguardaba…
¿Me resguardaba? Alcé los ojos; pero un toldo tiene tantos poros, que nada pude descubrir.
En el comedor me esperaba un almuerzo admirable; pues mi afortunado celibato sabía dos cosas sobre todo: leer y comer. Excepto la biblioteca, el comedor era mi orgullo. Ahíto de mujeres y un poco gotoso, en punto a vicios amables nada podía esperar ya sino de la gula. Comía solo, mientras un esclavo me leía narraciones geográficas. Nunca había podido comprender las comidas en compañía; y si las mujeres me hastiaban, como he dicho, ya comprenderéis que aborrecía a los hombres.
¡Diez años me separaban de mi última orgía! Desde entonces, entregado a mis jardines, a mis peces, a mis pájaros, faltábame tiempo para salir. Alguna vez, en las tardes muy calurosas, un paseo a la orilla del lago. Me gustaba verlo, escamado de luna al anochecer, pero esto era todo y pasaba meses sin frecuentarlo.
La vasta ciudad libertina era para mí un desierto donde se refugiaban mis placeres. Escasos amigos; breves visitas; largas horas de mesa; lecturas; mis peces; mis pájaros; una que otra noche tal cual orquesta de flautistas, y dos o tres ataques de gota por año…
Tenía el honor de ser consultado para los banquetes, y por ahí figuraban, no sin elogio, dos o tres salsas de mi invención. Esto me daba derecho -lo digo sin orgullo- a un busto municipal, con tanta razón como a la compatriota que acababa de inventar un nuevo beso.
Entre tanto, mi esclavo leía. Leía narraciones de mar y de nieve, que comentaban admirablemente, en la ya entrada siesta, el generoso frescor de las ánforas. La lluvia de fuego había cesado quizá, pues la servidumbre no daba muestras de notarla.
De pronto, el esclavo que atravesaba el jardín con un nuevo plato, no pudo reprimir un grito. Llegó, no obstante, a la mesa; pero acusando con su lividez un dolor horrible. Tenía en su desnuda espalda un agujerillo, en cuyo fondo sentíase chirriar aún la chispa voraz que lo había abierto. Ahogámosla en aceite, y fue enviado al lecho sin que pudiera contener sus ayes.
Bruscamente acabó mi apetito; y aunque seguí probando los platos para no desmoralizar a la servidumbre, aquélla se apresuró a comprenderme. El incidente me había desconcertado.
Promediaba la siesta cuando subí nuevamente a la terraza. El suelo estaba ya sembrado de gránulos de cobre; mas no parecía que la lluvia aumentara. Comenzaba a tranquilizarme, cuando una nueva inquietud me sobrecogió. El silencio era absoluto. El tráfico estaba paralizado a causa del fenómeno, sin duda. Ni un rumor en la ciudad. Sólo, de cuando en cuando, un vago murmullo de viento sobre los árboles. Era también alarmante la actitud de los pájaros. Habíanse apelotonado en un rincón, casi unos sobre otros. Me dieron compasión y decidí abrirles la puerta. No quisieron salir; antes se recogieron más acongojados aún. Entonces comenzó a intimidarme la idea de un cataclismo.
Sin ser grande mi erudición científica, sabía que nadie mencionó jamás esas lluvias de cobre incandescente. ¡Lluvias de cobre! En el aire no hay minas de cobre. Luego aquella limpidez del cielo no dejaba conjeturar la procedencia. Y lo alarmante del fenómeno era esto. Las chispas venían de todas partes y de ninguna. Era la inmensidad desmenuzándose invisiblemente en fuego. Caía del firmamento el terrible cobre -pero el firmamento permanecía impasible en su azul. Ganábame poco a poco una extraña congoja; pero, cosa rara: hasta entonces no había pensado en huir. Esta idea se mezcló con desagradables interrogaciones. ¡Huir! ¿Y mi mesa, mis libros, mis pájaros, mis peces que acababa precisamente de estrenar un vivero, mis jardines ya ennoblecidos de antigüedad, mis cincuenta años de placidez, en la dicha del presente, en el descuido del mañana?…
Leopoldo Lugones
[SEPA] Leopoldo Lugones (1874-1938): Fue un escritor argentino nacido en la pequeña localidad de Villa de María del Río Seco ubicada al norte de la Provincia argentina de Córdoba. Su vida constituye, por sí misma, casi una novela gótica llena de misterios, que devino en tragedia. Considerado en su tiempo el más destacado intelectual de su generación y digno heredero de una tradición literaria antes engalanada por el controvertido Domingo Faustino Sarmiento, Paul Groussac, Amadeo Jaques y luego continuada por Jorge Luis Borges, Eduardo Mallea, Ernesto Sábato y otros; su obra refleja la variedad y profundidad de una erudición, que discurre por la novela, el cuento, el ensayo, la poesía y el panfleto político.
Sin embargo, su personalidad fue problemática y vacilante, lo que se evidencia en sus devaneos políticos, religiosos e ideológicos que lo llevaron a participar de centros ateos, anarquistas, socialistas, liberales, conservadores, religiosos y finalmente fascistas a la par de oponerse al antisemitismo tan en boga en su época; ello sin perjuicio de haber integrado la Sociedad Teosófica y la Masonería, además de mostrar un marcado interés por el ocultismo y simultáneamente cartearse de manera personal con Albert Einstein, intercambiando sus diferentes puntos de vista sobre distintas cuestiones humanísticas e incluso científicas. Llegó a invitar al gran científico alemán y fue su guía en Argentina y Uruguay.
Cuando su familia se mudó a la ciudad de Córdoba, siendo él un niño, ingresó al centenario Colegio Montserrat, donde cursó parte de la secundaria; estudios que nunca llegó a concluir transformándose en un autodidacta. Posteriormente se traslada a Buenos Aires ya casado y con su único hijo Leopoldo Lugones (h), también conocido como “Polito” quien tuvo el triste honor en la década del ’30 del siglo XX de ser el inventor de la “picana”. La vocación de Polito no eran las letras, sino las armas. Quería ser policía. La picana es un instrumento de tortura utilizado por la Policía Argentina y luego generalizado en todas las fuerzas de seguridad del planeta, para desgracia de sus víctimas. “Polito” Lugones llegaría a ser Comisario Inspector de la Policía, durante la primera dictadura militar argentina del siglo XX, perpetrada por el Gral. José Félix Uriburu.
Antes de ser policía, había sido acusado de abusar a menores que estaban bajo su responsabilidad, delitos por los que nunca fue juzgado; pues se afirma que su padre, el escritor, intercedió frente a funcionarios del entonces Presidente Constitucional Hipólito Yrigoyen, pero ello no se puede demostrar, pues éste gobierno terminaría abruptamente y las investigaciones serían archivadas en Tribunales con posterioridad. Según una leyenda urbana nunca demostrada, Yriyoyen ya debilitado por la vejez y rodeado de una camarilla decadente que le ocultaba la realidad y le imprimía diarios falsos, estaba senil. La verdad es otra y es que este Presidente quería nacionalizar el petróleo y ésta es la razón por la cual, la prensa del momento le hizo una tremenda campaña de desprestigio y mentiras en su contra, hasta que el ejército lo depuso con el primer golpe militar del siglo XX.
El hijo de Lugones habría sido uno de los principales promotores del golpe contra Yrigoyen y luego fue nombrado comisario por el presidente de Facto Uriburu. |