Pueden así establecerse analogías entre personajes tan diversos y tan antiguos como el sumerio Gilgamesch [2700 a.C.]; Hércules, cuyas aventuras divertían sobremanera a los niños griegos, Aquiles, Sansón, el Rey Arturo, Popeye, etc. y en ese linaje se insertan el cacique Patoruzú y los aguerridos galos, quienes por obra y gracia de la poción druídica, con Asterix y Obelix a la cabeza, resisten heroicamente la colonización romana y desafían el poderío imperial.
Pese a todo, el rasgo común más interesante de Asterix y Patoruzú no radica en el isomorfismo arquetípico sino en el “carácter contra-fáctico a la historia” que ambos personajes comparten más allá de cualquier duda. En efecto, a diferencia de la inmensa mayoría de los otros héroes, cuyo marco fabulado se inscribe sin dificultades a la manera de un sueño en la historia real, Patoruzú y Asterix, encuentran su razón de ser ficcional y su campo de acción en la “historia contra-fáctica”, en la pesadilla de un universo paralelo que, una vez descorrido su velo caricatural, se muestra horrorosamente asimétrico del nuestro.
Edición N° 1 de Patoruzú
Lo que quedaba de la fratría del indio Patoruzú, los tehuelches, y sus primos-hermanos, los mapuches, fue llevada al borde la extinción durante la llamada “campaña del desierto”, comandada por el Presidente argentino Julio A. Roca; un personaje siniestro, contradictorio y anglófilo que se apartó de la tradición hispánica que, por el contrario, había integrado numerosas etnias indígenas al Virreinato del Río de la Plata, al punto que muchas tribus estuvieron del lado de los soldados españoles en la guerra por la independencia, antes que del lado de los ejércitos con que Buenos Aires pretendía hacerse con la conducción del país.
Mientras San Martín quiso recrear la mística de una américa hispánica unida y mestiza (él mismo era un mestizo) integrando sus ejércitos con indios, negros y mulatos y dándoles la libertad; las órdenes del poder anglófilo centralista de Buenos Aires (en aquel momento el Presidente Rivadavia y sus secuaces) intentaban apropiarse de la revolución de mayo para sacarse el collar visible de los borbones y colocarse el collar invisible de Inglaterra y en este contexto ya planificaban el exterminio de indios, gauchos y criollos y de todo aquello que recordara al augusto imperio español.
La explícita finalidad de Roca a fines del siglo XIX y comienzos del XX, fue “limpiar” el sur argentino de indios, erradicar una “raza estéril” para ofrendar esas tierras al “progreso”, masacrando sus hombres y reduciendo a sus mujeres a la servidumbre para el beneplácito de las damas de la “sociedad” porteña.
Así se lo puede leer textualmente en el siguente enlace [¡Sic!, ver enlace http://usuarios.arnet.com.ar/yanasu/roca.htm]. Esta era una micro sociedad integrada por contrabandistas de poca monta que negociaban con el imperio británico la entrega de las tierras del sur, a espaldas de su gente.
El cacique Patoruzú nace apenas 50 años después de estos eventos, de la imaginación de Dante Quinterno y bajo la improbable figura de un acaudalado indio-estanciero, encima ¡dueño de media Patagonia! y dotado de fuerza descomunal. ¿Una reivindicación inconsciente de un vate de la cultura popular? Sea como fuere, la adhesión del pueblo a esta figura arquetípica fue inmediata. No hubo niño argentino de cualquier origen, que no se identificara con el cacique Patoruzito y sus amigos. Los inmigrantes llegados a principios de siglo se mestizaron y hombres y mujeres italianos, españoles, árabe, judíos, franceses, criollos, indios y mestizos; generaron al argentino arquetípico por cuyas venas la sangre originaria se mezclaba con la europea, a pesar de los esfuerzos por impedirlo de Roca y sus secuaces.
Si la imaginación del creador es por esencia irrestricta, lo llamativo es que en pocos años el cacique se transformó para muchos en el ícono de la “argentinidad virtuosa”: noble, irrefrenablemente generoso, potente. Pero su hilarante e impulsiva ingenuidad, representaba también el estereotipo del “buen salvaje”, tratable pero mal adaptado a una civilización urbana y europeizante; en la que estaba agazapada la “otra” argentinidad que mostraba su hilacha a través del personaje del “padrino”: el dudoso Isidoro Cañones, a la vez su “protector” y guía, porteño, malandrín y embaucador; una suerte de Mister Hyde acechante de la ingenua bondad del indio. Toda una metáfora de la sociedad.
Mientras tanto ¿Qué pasaba con su hermano francés en la pequeña aldea armoricana? Hay que decirlo, también era un deformado reflejo del palacio de los espejos de la realidad histórica; tan irreal como el de Patoruzú. El principal testigo directo de la historia de las Galias, Julio César, en sus “Comentarios a la guerra de las Galias” no ahorraba epítetos desvalorizantes, describiendo a los galos como volubles, poco dignos de confianza y hasta pusilánimes; por supuesto que es la versión de quien quería y finalmente logró conquistarlos. Es la versión oficial del ganador.
Al igual que en Argentina, en Francia también existen los personajes que intentan trabajar para los invasores culturales en desmedro de su propia tradición. Basta leer al politólogo francés Alain Minc, intelectual que fuera muy próximo al ex Presidente de Francia Nicolás Sarkozy, tristemente celebre por su mediocre y corrupta gestión. Minc afirma que la civilización gala estaba en aquella época respecto de Roma más alejada de la civilización romana de lo que actualmente está Burkina Faso del Silicon Valley: para este francés descastado, sus ancestros eran totalmente analfabetos, su religión se nutría con sacrificios humanos y su vida colectiva se basaba exclusivamente en relaciones de fuerza. [Alain Minc, “Une histoire de France”, Grasset, 2008,Cap. I]. Cabe acotar al margen, que el capitulo pertinente del libro citado se intitula “La suerte de ser colonizado”. Curioso y patético paralelismo con la generación argentina del 80 del siglo XIX, que imploraba formar parte de los invasores ingleses como una perla más de la Corona Británica.
Sin Embargo, esta visión periférica y auto-flagelatoria de la elite francesa, tampoco impidió que Asterix se convirtiera en un ícono de la cultura popular, en cierta manera un avatar ficcional de Vercigentorix, el jefe galo derrotado por Julio César. Al igual que lo sucedido con Patoruzú y los tehuelches, la abortada resistencia del jefe galo, que concluyó con la “masacre de Alesia”, no autoriza el más mínimo paralelo con la aldea invencible de la ficción. En su contexto caricatural, los personajes no dejan por otra parte de proponer inconfesables fantasías compensatorias. A título de ejemplo es ilustrativo el álbum titulado “Asterix en Bélgica”, el último elaborado en forma conjunta por Goscinny y Uderzo, habiendo fallecido el primero en el curso de su preparación. En el mismo se ilustra una movida aventura en la cual excitados belgas se turnan en el curso de una puja demencial con nuestros héroes celtas, para destruir por puro placer uno tras otro los “fortines” circundantes de los civilizados romanos.
De un lado está Roma
Del otro lado la exuberancia
Los belgas atacando a los Romanos con ayuda de Obelix
Como previsible, al final de esta aventura, Julio César [el mundo civilizado], se retira a regañadientes, humillado. Patoruzú, igualmente rústico pero de espíritu mucho menos gregario, sobrevive en reimpresiones y en los círculos selectos de nostálgicos y coleccionistas, cuya durabilidad, es cierto, se ha visto prolongada gracias a la emergencia de Internet con un número llamativo de seguidores, que superan en el mundo virtual cualquier edición histórica en papel.
Sectores muy diferentes de la sociedad entre sí lo reivindicaron como ícono: incluso voluntarios anglo-argentinos que se enrolaron como pilotos durante la segunda guerra mundial para combatir al horror nazi, habían pintado al indio en las narices de sus aviones. Con posterioridad fue utilizado políticamente por todos los gobiernos. Y en una aparición reciente, esta vez al lado de Mafalda y Clemente, la “Juventud Peronista”increpaba a Homero Simpson porque había osado calificar de dictador al ex presidente argentino Juan Domingo Perón en uno de sus programas.
Pero el auténtico cacique Patoruzú acallando sus estridentes gritos de guerra, por el momento, sigue agazapado en la memoria colectiva; hasta que un nuevo vate lo despierte y una fuga incontrolada de la red global lo vuelva a colocar en el centro del escenario ficcional argentino.
El destino de Asterix, Obelix y de los valerosos aldeanos armoricanos es interesante: prosiguen indefinidamente, en color y trazo, su resistencia a la conquista romana. Uderzo (recientemente fallecido), y último titular de los derechos sobre la saga, autorizó la continuación de la publicación de nuevos episodios para luego de su muerte. La gesta contaría en ese futuro con el apoyo logístico y dirección atenta del gigante editorial “Hachete Livres”, multinacional francesa del grupo Lagardère. Sucede que los personajes, concebidos por sus creadores originariamente sólo para Francia, se volvieron inexplicablemente planetarios: en su medio siglo de vida se vendieron 325 millones de ejemplares en todo el mundo.
¿Dónde buscar la clave del éxito? ¿En su grafismo? ¿En su marketing? ¿O en resortes más esotéricos, tales como la oferta de identidades ficcionales o la deconstrucción humorística y reprogramación de la memoria colectiva? Quizás otra pista sea el innato reflejo humano de resistencia a la opresión, cualquiera sea el lado de donde provenga, cualquiera sea el son de los violines o la brutalidad del opresor. En la Francia de hoy, que atraviesa una de sus más ostensibles crisis de identidad, casi al borde de una crisis institucional, la saga sigue seduciendo a millones de lectores. Las aventuras de Asterix se tradujeron a más de 100 lenguas contemporáneas y, colmo de la paradoja, la totalidad de sus álbumes son también traducidos y distribuidos... en latín clásico, la lengua del aborrecido imperio. ¿Una venganza histórica? ¿Podrán decir al ausente invasor en su propia lengua “vini, vidi, vinci” o pensarán que han tenido la suerte de ser colonizados?
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