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Abril/Mayo 2020
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Berenice
de Edgard Allan Poe

Vanité, Obra de Fred Calmets
Vanité, Obra de Fred Calmets

[Edgar Allan Poe] La desdicha es diversa. La desgracia cunde multiforme en la tierra. Desplegada por el ancho horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste, a la vez tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada por el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza deriva de alguna forma de fealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? Así como en la ética el mal es consecuencia del bien; también es real que de la alegría nace la tristeza. O la memoria de las dichas pretéritas es la angustia de hoy; o las agonías que son nacen de los éxtasis que pudieron haber sido.

Mi nombre de pila es Egaeus, no diré mi apellido. Sin embargo, no hay en este país torres más venerables que las de mi sombría y lúgubre mansión. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios y en muchos sorprendentes detalles: en el carácter de la mansión familiar, en los frescos del salón principal, en los tapices de las alcobas, en los relieves de algunos pilares de la sala de armas; pero sobre todo, en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca y en la peculiar naturaleza de sus libros, hay elementos suficientes para justificar esta creencia.

Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con esta mansión y con sus libros, de los que ya no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es inútil decir que no había vivido antes, que el alma no conoce una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos este punto. Yo estoy convencido, pero no intento convencer. Sin embargo, hay un recuerdo de formas etéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales y tristes, un recuerdo que no puedo evadir; una remembranza como una sombra, vaga, variable, indefinida, vacilante y como una sombra, también por la imposibilidad de librarme de ella mientras brille la luz de mi razón.

En esa mansión nací. Al despertar de repente de la larga noche de lo que parecía -sin serlo- la no existencia; a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del pensamiento y de la erudición monásticos; no es extraño que mirase a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi niñez entre libros y disipara mi juventud en ensueños. Pero sí es extraño que pasaran los años y el apogeo de la madurez me encontrara viviendo aun en la mansión de mis antepasados; es asombrosa la parálisis que cayó sobre las tres fuentes de mi vida, asombrosa la inversión completa en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades del mundo terrestre me afectaron como visiones, sólo como visiones; mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños, por el contrario, se tornaron no en materia de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi cínica y total existencia.

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Edgar Allan Poe
Edgar Allan Poe

Los Crímenes de la Calle Morgue
Los Crímenes de la Calle Morgue

El Escarabajo de Oro
El Escarabajo de Oro

Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la mansión de nuestros antepasados. Pero crecimos de modo distinto: Yo, enfermizo, envuelto en tristeza; ella ágil, graciosa, llena de fuerza. Suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios del claustro. Yo, viviendo encerrado en mí mismo, entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación; ella, vagando sin preocuparse de la vida, sin pensar en las sombras del camino ni en el silencioso vuelo de las horas de alas negras. ¡Berenice! -Invoco su nombre-, ¡Berenice! Y ante este sonido se conmueven mil tumultuosos recuerdos de las grises ruinas. ¡Ah, acude vívida su imagen a mí como en sus primeros días de alegría y de dicha! ¡Oh encantadora y fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces…, entonces todo es misterio y terror, y una historia que no se debe contar. La enfermedad -una enfermedad mortal- cayó sobre ella como el simún y mientras yo la contemplaba, el espíritu del cambio la arrasó; penetrando en su mente, en sus costumbres y en su carácter y de la forma más sutil y terrible llegó a alterar incluso su identidad. ¡Ay! La fuerza destructora iba y venía… y la víctima: ¿Dónde estaba? Yo no la conocía, o al menos, ya no la reconocía como Berenice.

Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por aquella primera y fatal, que desencadenó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima; hay que mencionar como la más angustiosa y obstinada, una clase de epilepsia que con frecuencia terminaba en catalepsia, estado muy parecido a la extinción de la vida y del cual, en la mayoría de los casos, se despertaba de forma brusca y repentina. Mientras tanto, mi propia enfermedad -pues me han dicho que no debería darle otro nombre-, mi propia enfermedad, digo, crecía con extrema rapidez asumiendo la forma de un carácter monomaníaco de un modo nuevo y extraordinario, que se hacía más fuerte cada hora que pasaba, hasta que tuvo sobre mí un incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si así tengo que llamarla, consistía en un morboso incremento de esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la palabra atención.

Es más que probable que no me explique; pero temo, en realidad, que no haya forma posible de trasmitir a la inteligencia del lector corriente, una idea de ese nervioso ímpetu e intensidad con el que mis facultades de meditación -por no hablar en términos técnicos- actuaban y se concentraban en la contemplación de los objetos más comunes del universo.

Reflexionar largas e infatigables horas con la atención fija en alguna nota trivial, en los márgenes de un libro o en su tipografía; estar absorto durante buena parte de un día de verano en una sombra extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme toda una noche observando la tranquila llama de una lámpara o los rescoldos del fuego; soñar días enteros con el perfume de una flor; repetir monótonamente una palabra común hasta que el sonido, gracias a la continua repetición, dejaba de suscitar en mi mente alguna idea; perder todo sentido del movimiento o de la existencia física, mediante una absoluta y obstinada quietud del cuerpo, mucho tiempo mantenida. Éstas eran algunas de las extravagancias más comunes y menos perniciosas provocadas por el estado de mis facultades mentales, en realidad no único, pero capaz de desafiar cualquier tipo de análisis o explicación.

Pero no se me entienda mal. La excesiva intensa y morbosa atención excitada por objetos triviales en sí, no debe confundirse con la tendencia a la meditación común en todos los hombres y a la que se entregan de forma particular las personas de una imaginación inquieta. Tampoco era, como pudo suponerse al principio, una situación grave ni la exageración de esa tendencia, sino primaria y esencialmente distinta o diferente. En su caso, el soñador o el fanático interesado por un objeto -normalmente no trivial- lo pierde poco a poco de vista en un bosque de deducciones y sugerencias que surgen de él; hasta que, al final de una ensoñación se llena muchas veces de voluptuosidad y el incitamentum o primera causa de sus meditaciones desaparece completamente y queda olvidado. En mi caso, el objeto primario era invariablemente trivial, aunque adquiría mediante mi visión perturbada una importancia refleja e irreal. Pocas deducciones -si había alguna- surgían y esas pocas deducciones volvían pertinazmente al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca eran agradables y al final de la ensoñación, la primera causa -lejos de perderse de vista- había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo primordial de la enfermedad. En una palabra, las facultades que más ejercía la mente en mi caso eran, como ya he dicho, las de la atención; mientras que en el caso del soñador son las de la especulación.

Mis libros, en esa época, si no servían realmente para aumentar el trastorno; compartían en gran medida -como se verá- por su carácter imaginativo e inconexo, las características peculiares del trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado del noble italiano Coelius Secundus Curio: De amplitudine beati regni Dei [La grandeza del reino santo de Dios]; la gran obra de San Agustín: De civitate Dei [La ciudad de Dios] y la de Tertuliano, De carne Christi [La carne de Cristo], cuya sentencia paradójica: Mortuus est Dei filius: credibile est quia ineptum est; et sepultus resurrexit: certum est quia impossibile est, ocupó durante muchas semanas de inútil y laboriosa investigación todo mi tiempo.

Se creerá pues que, arrancada de su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón se parecía a ese peñasco marino del que nos habla Ptolomeo Hefestión; que resistía firme los ataques de la violencia humana y la furia más feroz de las aguas y de los vientos, pero temblaba al simple contacto de la flor llamada asfódelo. Y aunque para un observador desapercibido pudiera parecer fuera de toda duda que la alteración producida en la condición moral de Berenice por su desgraciada enfermedad, me habría proporcionado muchos temas para el ejercicio de esa meditación intensa y anormal cuya naturaleza me ha costado bastante explicar… no era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, la calamidad de Berenice me daba lástima, y… profundamente conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditar -con frecuencia amargamente- en los prodigiosos mecanismos por los que había llegado a producirse una revolución tan repentina y extraña. Pero estas reflexiones no compartían la idiosincrasia de mi enfermedad y eran como las que se hubieran presentado en circunstancias semejantes, al común de los mortales. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se recreaba en los cambios de menor importancia, pero más llamativos, producidos en la constitución física de Berenice, en la extraña y espantosa deformación de su identidad personal.

En los días más brillantes de su belleza incomparable no la amé. En la extraña anomalía de mi existencia, mis sentimientos nunca venían del corazón y mis pasiones siempre venían de la mente. En los brumosos amaneceres, en las sombras entrelazadas del bosque al mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche ella había flotado ante mis ojos y yo la había visto; no como la Berenice viva y palpitante sino como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra sino como su abstracción; no como algo para admirar sino para analizar; no como un objeto de amor sino como tema de la más abstrusa aunque inconexa especulación. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me había amado mucho tiempo, y que -en un momento aciago- le hablé de matrimonio.

Y cuando, por fin se acercaba la fecha de nuestro matrimonio una tarde de invierno de uno de esos días intempestivamente cálidos, tranquilos y brumosos que constituyen la nodriza de la bella Alcíone; estaba yo sentado -y creía encontrarme solo- en el gabinete interior de la biblioteca y, al levantar los ojos, vi a Berenice ante mí.

¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la incierta luz crepuscular del aposento, los vestidos grises que envolvían su figura los que le dieron un contorno tan vacilante e indefinido? No sabría decirlo. Ella no dijo una palabra y yo por nada del mundo hubiera podido pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado cruzó mi cuerpo; me oprimió una sensación de insufrible ansiedad; una curiosidad devoradora invadió mi alma y reclinándome en la silla, me quedé un rato sin aliento, inmóvil, con mis ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era extrema y ni la menor huella de su ser anterior se mostraba en una sola línea del contorno. Mi ardiente mirada cayó por fin sobre su rostro.

La frente era alta muy pálida y extrañamente serena; lo que en un tiempo fuera cabello negro azabache caía parcialmente sobre la frente y sombreaba las sienes hundidas con innumerables rizos de un color rubio reluciente que contrastaban discordantes, por su matiz fantástico, con la melancolía de su rostro. Sus ojos no tenían brillo y parecían sin pupilas y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar sus labios, finos y contraídos. Se entreabrieron; y en una sonrisa de expresión peculiar los dientes de la desconocida Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Quiera Dios que nunca los hubiera visto o que, después de verlos, hubiera muerto!

El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo y al levantar la vista, descubrí que mi prima había salido del aposento. Pero de los desordenados aposentos de mi cerebro… ¡Ay!, no había salido ni se podía apartar el blanco y horrible espectro de los dientes. Ni una mota en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una mella en sus bordes había en los dientes de esa sonrisa fugaz que no se grabara en mi memoria. Ahora los veía con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí y allí y en todas partes, visibles y palpables ante mí, largos, finos y excesivamente blancos, con los pálidos labios contrayéndose a su alrededor como en el mismo instante en que habían empezado a crecer. Entonces llegó toda la furia de mi monomanía y yo luché en vano contra su extraña e irresistible influencia. Entre los muchos objetos del mundo externo sólo pensaba en los dientes. Los anhelaba con un deseo frenético. Todos las demás preocupaciones y los demás intereses quedaron supeditados a esa contemplación. Ellos, ellos eran los únicos que estaban presentes a mi mirada mental y en su insustituible individualidad llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual. Los examiné bajo todos los aspectos. Los vi desde todas las perspectivas. Analicé sus características. Estudié sus peculiaridades. Me fijé en su conformación. Pensé en los cambios de su naturaleza. Me estremecí al atribuirles en la imaginación un poder sensible y consciente y, aun sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. De Mademoiselle Sallé se ha dicho con razón que tous ses pas étaient des sentiments y de Berenice yo creía seriamente que toutes ses dents étaient des ídées. Des idées! ¡Ah, este absurdo pensamiento me destruyó! Des idées…! (1) ¡Ah, por eso los codiciaba tan desesperadamente! Sentí que sólo su posesión me podría devolver la paz, devolviéndome la razón.

Y la tarde cayó sobre mí y luego la oscuridad duró y se fue y amaneció el nuevo día y las brumas de una segunda noche se acumularon alrededor y yo seguía inmóvil, sentado en aquella habitación solitaria; y seguí sumido en la meditación y el fantasma de los dientes mantenía su terrible dominio como si -con una claridad viva y horrible flotara entre las cambiantes luces y sombras de la habitación-. Al fin irrumpió en mis sueños un grito de horror y consternación y después, tras una pausa, el ruido de voces preocupadas mezcladas con apagados gemidos de dolor y de pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo las puertas de la biblioteca vi en la antesala a una criada deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había sufrido un ataque de epilepsia por la mañana temprano y ahora -al caer la noche- ya estaba preparada la tumba para recibir a su ocupante y terminados los preparativos del entierro.

Con el corazón lleno de angustias y oprimido por el miedo me dirigí pesadamente hacia el dormitorio de la difunta. La alcoba era vasta y sombría y a cada paso me tropezaba con los preparativos para el sepelio. Los cortinajes del lecho, me dijo un lacayo, se plegaban sobre el ataúd y en ese ataúd, agregó en voz baja yacía todo lo que quedaba de Berenice. ¿Quién me preguntó, pues si quería ver el cuerpo? No vi a nadie mover los labios, sin embargo la pregunta había sido hecha y el eco de las últimas sílabas resonaba aún en la alcoba. No pude negarme y con un sentimiento de opresión, me deslicé junto al lecho. Suavemente levanté los oscuros paños de las cortinas.

Al soltarlos cayeron sobre mi espalda y separándome del mundo de los vivos me encerraron en la más estrecha comunión con la difunta.

Toda la atmósfera de la estancia olía a muerte, pero el aroma peculiar del ataúd me hacía mal y me imaginaba que un hedor deletéreo exhalaba ya del cadáver. Habría dado un mundo por escapar, por aparatar de mí el pernicioso influjo de la mortalidad, por respirar todavía una vez más el aire puro de los cielos eternos. Pero no tenía la fuerza suficiente para moverme, mis rodillas vacilaban y había echado raíces en el suelo mientras miraba fijamente el rígido cadáver extendido a lo largo del ataúd descubierto.

¡Dios mío! ¿Era Posible? ¿Había perdido la cabeza o el dedo de la difunta se había movido bajo la blanca mortaja que la envolvía? Temblando de un indecible horror alcé lentamente los ojos para ver el aspecto del cadáver. Habían colocado una cinta alrededor de sus mandíbulas; pero, no sé cómo, ésta se hallaba desanudada. Los labios lívidos se retorcieron en una especie de sonrisa y a través de su cerco melancólico; los dientes de Berenice, blancos, relucientes, terribles me miraron todavía con vívida realidad. Me aparté convulsivamente del lecho y sin pronunciar palabra me lancé como un maníaco fuera de aquel triple escenario de horror, misterio y muerte.

Me encontré sentado en la biblioteca y de nuevo solo. Parecía que había despertado de un sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero no tenía una idea exacta o al menos definida, de ese melancólico período intermedio. Sin embargo, el recuerdo de ese intervalo estaba lleno de horror, horror más horrible por ser vago, terror más terrible por ser ambiguo. Era una página espantosa en la historia de mi existencia escrita con recuerdos siniestros, horrorosos, ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero fue en vano; mientras tanto, como el espíritu de un sonido lejano, un agudo y penetrante grito de mujer parecía sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. Pero ¿Qué era?

Me hice la pregunta en voz alta y los susurrantes ecos de la habitación me contestaron: ¿Qué era? En la mesa, a mi lado, brillaba una lámpara y cerca de ella había una pequeña caja. No tenía un aspecto llamativo y yo la había visto antes, pues pertenecía al médico de la familia. Pero, ¿Cómo había llegado allí, a mi mesa y por qué me estremecí al fijarme en ella? No merecía la pena tener en cuenta estas cosas y por fin mis ojos cayeron sobre las páginas abiertas de un libro y sobre una frase subrayada. Eran las extrañas pero sencillas palabras del poeta Ebn Zaiat: “Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas”.(2) ¿Por qué, al leerlas, se me pusieron los pelos de punta y se me heló la sangre en las venas?

Sonó un suave golpe en la puerta de la biblioteca y pálido como habitante de una tumba, un criado entró de puntillas. Había en sus ojos un espantoso terror y me habló con una voz quebrada, ronca y muy baja. ¿Qué dijo? Oí unas frases entrecortadas. Hablaba de un grito salvaje que había turbado el silencio de la noche y de la servidumbre reunida para averiguar de dónde procedía y su voz recobró un tono espeluznante y claro, cuando me habló -susurrando- de una tumba profanada, de un cadáver envuelto en la mortaja y desfigurado, pero que aún respiraba, aún palpitaba… ¡Aún vivía!

Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro y de sangre. No contesté nada; me tomó suavemente la mano: tenía huellas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había en la pared, lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un grito corrí hacia la mesa y agarré la caja. Pero no pude abrirla y por mi temblor se me escapó de las manos y se cayó al suelo y se rompió en pedazos; y entre éstos, entrechocando, rodaron unos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos diminutos objetos blancos de marfil, que se desparramaron por el suelo.

(1) Marie Sallé (1707-1756) fue una extraordinaria coreógrafa y bailarina francesa del siglo XVIII, quien se caracterizó por sus expresivas interpretaciones. De ella se dijo: “Todos su pasos son sentimiento”. El autor ironiza haciendo un juego de palabras que reposa en la rima asonante que tiene en francés la comparación de ambas expresiones. Traducido al español pierde su sentido lúdico. El significado literal de la segunda frase sería “todos sus dientes eran ideas”.

(2) Traducción: “Mis compañeros decían que hallaría algún pequeño alivio a mi miseria visitando la tumba de mi amada.”

 

¿Quién fue Edgar Allan Poe?

[SEPA] Edgar Allan Poe (1809-1849) fue un escritor estadounidense nacido en Boston, que de niño había quedado huérfanos tras la muerte de sus padres y fue adoptado por un rico comerciante de Richmond, de quien adoptó su apellido. La vida agitada de su juventud motivó que su padrastro lo desheredara, lo que lo obligó a abandonar sus estudios en la Universidad de Virginia. Se dedicó al periodismo y se abrió paso en el mundo de las letras. Dirigió varias revistas y frecuentó salones literarios. Su obra comprende poemas, ensayos y 67 cuentos. El año que publicó el cuento que ahora compartimos, Poe pidió a su tía la mano de su núbil prima, la que tenía ciertos rasgos de perturbación mental; por lo que su cuento adquiere rasgos autobiográficos. Su corta y agitada vida lo llevó por el camino de los excesos y el alcohol; pero su obra fue traducida a diversos idiomas entre ellos al francés por le gran poeta Charles Boudelaire, versión que muchos reconocen como mejor que la versión original. Considerado uno de los mayores exponentes del cuento fantástico y de terror, ha influenciado a otros grandes escritores, entre los que podemos destacar a Howard Phillips Lovecraft y Jorge Luis Borges. Su extraordinario Poema “El Cuervo” lo coloca dentro de los más conspicuos exponentes del romanticismo; mientras que su cuento “La carta robada” se utiliza como material de estudio y análisis en las cátedras de Lógica, Argumentación, Semántica y otros estudios del lenguaje.

 

 

 

 

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