Valerio el Romano Resucitado
De Mary Shelley
By Joseph Wright of Derby - Public Domain
[Mary Shelley] Una mañana de septiembre antes del mediodía, dos peregrinos desembarcaron en la pequeña bahía que formaba el punto extremo del cabo Miseno con el promontorio de Bauli. El intenso y sereno azul del cielo reflejaba en el mar su profundidad con una tonalidad más oscura. Las transparentes aguas dejaban entrever las coloridas algas que invadían las ruinas de los palacios romanos, ahora sumergidos. Un sol intenso sofocaba el día, obligando a los extranjeros a buscar una sombra donde guarecerse hasta el atardecer. Así, caminaron hasta los campos elíseos entre álamos y moreras festoneadas con vides que ofrecían maduros y sabrosos racimos; para finalmente sentarse a la sombra de las tumbas aledañas al Mare Morto.
Uno de ellos era inglés, con modales que denotaban nobleza, dignidad y una frescura propias de una posición encumbrada. Su compañero, de imponentes y serenas facciones de linaje romano, exhibía cierto anacronismo; pues su estampa evocaba la imagen viva de Marco Aurelio en la plaza del Capitolio de Roma; salvo por su atuendo corriente que lucía inadecuado para él y que delataba cierta incomodidad o falta de costumbre en su uso.
Tan pronto como se hubieron sentado, el romano dijo:
“-He prometido confesarte, amigo mío, cuáles fueron mis sentimientos al regresar después de siglos y ver de nuevo bajo la luz del sol, las ruinas de lo que otrora fue. No podría haber escogido mejor lugar para este momento. En este espacio sagrado para nuestra antigua y venerable religión, que mejor representa lo que contaban los oráculos y que los adivinos recibían desde los sitiales de los felices después de la muerte. Son las tumbas de los romanos, hoy profanadas por la sacrílega mano del hombre aunque todavía conserven su nombre de Campos Elíseos. El Averno se encuentra a breve distancia de nosotros y este mar que percibimos es el inmutable y azul mediterráneo, mientras todo lo demás luce la marca de la esclavitud y la degradación…”
“Perdóname… tú eres inglés y dicen que sois libres en vuestra patria… país desconocido en mis tiempos; pero los desgraciados italianos que usurpan la tierra una vez hollada por héroes, me llenan de amargo desdén. ¿Se atreven a usurpar el nombre de romanos… se atreven a imaginar que descienden de los Señores y Gobernantes del Mundo? ¿Olvidan que, cuando cayó la República, las antiguas estirpes romanas se fueron extinguiendo y estos impostores se apropiaron del nombre, pero no eran ni son romanos…?”
“…Mi tiempo fue el de Cicerón y Catón. Habiendo sido un caballero, mi posición no era ni la más encumbrada ni la más baja de Roma. No viví para ver a mi país esclavizado por César; que en aquella época sólo se distinguía por la corrupción de sus maneras. He muerto casi a los cuarenta y cinco años defendiendo a mi patria contra Catilina, cuando, los hombres de honor lamentábamos amargamente el declive moral de Roma… Mario y Sila ya nos habían enseñado algunas de las miserias de la tiranía, mientras el Senado se comportaba como una asamblea de semidioses. Pero ¿Qué hombres vivían entonces? La república se levantó gloriosamente como el sol de un brillante día verano. ¿Cómo podía yo desesperar de mi tierra mientras hombres sabios y virtuosos como Cicerón, Catón, Lúculo y muchos, que eran mis amigos más queridos e íntimos, todavía existían?...”
“No necesito atribularte narrándote mi vida personal… en los tiempos modernos, las circunstancias domésticas parecen ser la parte más valiosa y la que más interesa de la vida de un hombre. Por el contrario, en Roma, la historia de un hombre era la de su Patria. Vivíamos en el Foro y en la Casa del Senado. Mi familia había sufrido por las guerras civiles: mí padre fue asesinado por Mario; y mi tío, que cuidó de mí durante mi infancia, fue proscrito por Sila y luego asesinado por sus emisarios. Mi fortuna se vio considerablemente disminuida por estas desgracias domésticas; pero vivía con frugalidad y ocupé con honor algunos de los puestos más altos de Estado… en una ocasión fui Cónsul.”
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“…Tampoco relataré ahora lo que tanto te interesa… todo lo que pueda saber sobre aquellos grandes hombres de cuyos actos tienes un conocimiento tan íntimo, incluso a esta distancia temporal. Estas cuestiones han formado y formarán temas de conversación durante el tiempo que permanezcamos juntos, pero ahora, he prometido contarte qué vi y sentí cuando retorné a esta decadente Italia… habiendo cumplido tres años desde mi regreso…”
“Mil emociones me embargaron cuando me acercaba a Roma. No quise ver nada ni hablar con nadie, quedándome en silencio en el rincón del carruaje. Encerrado en mis pensamientos ignoré a mi acompañante y me aferré con obstinación a la memoria de mi Patria, como una madre lo hace con el recuerdo de su hijo perdido. Desconfié de todo lo que había escuchado, de todo lo que aquellos sacerdotes me habían contado. Pensaba que era víctima de una conspiración en mi contra. Ni siquiera quise hablar con las personas que cruzamos en el camino; pues temía que, al escuchar su dialecto alterado, se derrumbara mi última esperanza. No quería visitar ningún paraje, la ciudad eterna tenía que sobrevivir en toda su gloria pues era inmortal. Pero, si pese a todo estuviera muerta; permanecería en silencio hasta que, en las ruinas de su Foro, expresara mi último lamento y despertara a los muertos para que escucharan: ‘Cicerón, Catón, Pompeyo, si de verdad estáis muertos, si ya no quedan vuestros rastros en los caminos, pero aún vuestras almas merodean en el Foro… despertad, levantaos… ¡Dadme la Bienvenida!’…”
“…En vano el sacerdote intentó sacarme de mi ensoñación. Mi semblante reflejaba dolor, mas lo ignoré. Al final me dijo: -¡Mirad, el Tíber! ¡Hermoso río! Todavía y siempre, empuja sus eternas aguas. Su nombre actuó como un hechizo. Mis lágrimas humedecieron mi rostro. Bajé del carruaje, me acerqué a la orilla y arrodillándome, le ofrecí los sagrados nombres de Júpiter y Pallas; juramentos que hicieron temblar mis labios y nublar mis ojos: ‘¡Oh, Júpiter, Júpiter del Capitolio, tú que has contemplado tantos triunfos, que tu Templo exista todavía y que las víctimas aún sean conducidas a tus altares! Minerva, protege a tu Roma’. Cuando ofrendaba mi agónica plegaria, el destino de mi Patria aún parecía no estar decidido… la espada seguía suspendida. No podía creer que todo lo que es grande y bueno se hubiera marchado.” |
“No pudo mi acompañante arrancarme de las riberas del sagrado río, pues quedé sentado e inmóvil junto a él. Mis ojos ignoraron el paisaje circundante que ya no era el mismo, pero quedaron fijos en las aguas y en el azul brillante del cielo. ‘¡Al menos, esto no ha cambiado, son los mismos… siempre, siempre iguales!’; fueron las únicas palabras que musité, cuando la caída de mi Patria bajo la feroz agonía del fuego se agolpaba en mi recuerdo. El sacerdote intentó serenarme… y yo guardé silencio. Al final, la fuerza de la pasión me conquistó y después de muchas horas de ofuscada contienda dejé que me condujeran al carruaje y, cerrando las cortinas, me abandoné a la meditación cuya amargura sólo se vio eclipsada por mi pérdida de fuerzas.”
Versión revisada para SEPA por SMD
Quién es Mary Shelley
[SEPA] Mary Wollstonecraft Godwin nació en Londres en 1797 y fue la segunda hija de la filósofa y escritora feminista Mary Wollstonecraft y la primera hija del filósofo, novelista y periodista William Godwin. Su madre falleció a causa de una infección de post-parto y fue criada junto a su media hermana por su padre. Al igual que sus padres, heredó un temperamento radical y extremadamente libre para los estándares de su época. Enamorada del poeta y filósofo radical Percy Bysshe Shelley Mantuvo con el una larga y tormentosa relación, pues él era un hombre casado cuando lo conoció; a pesar de lo cual la escritora adoptará luego su apellido y convivirá en una relación abierta en la cual ambos tuvieron otros romances.
En mayo de 1816, Mary Godwin, Percy Shelley y su hijo viajaron Ginebra con Claire Clairmont para pasar el verano con el poeta Lord Byron, cuyo reciente romance con Claire había devenido en un embarazo de ésta. El grupo llegó el 14 de mayo de 1816 a Ginebra, donde Mary comenzó a llamarse a sí misma “Sra. Shelley”. Byron se unió el 25 de mayo, con su joven médico y secretario, John William Polidori, y alquilaron una villa cercana al lago de Ginebra. Percy Shelley más tarde alquiló un edificio más pequeño llamado Maison Chapuis, ubicado en las cercanías. Pasaron el tiempo escribiendo, navegando en el lago y conversando hasta altas horas de la noche.
Entre otros temas, las conversaciones se basaban en los experimentos del filósofo del siglo XVIII Erasmus Darwin, del que se decía que había animado materia muerta, y de la posibilidad de devolverle la vida a un cadáver o a distintas partes del cuerpo. Sentados alrededor de una fogata en la villa de Byron, el grupo también se entretenía leyendo historias alemanas de fantasmas. Esto llevó un día a Byron a sugerir que cada uno escribiese su propia historia sobrenatural. Poco después, durante un sueño, Mary Godwin o mejor dicho Mary Shelley concibió la idea de Frankenstein:
“Vi, con los ojos cerrados pero con una nítida imagen mental, al pálido estudiante de artes impías, de rodillas junto al objeto que había armado. Vi al horrible fantasma de un hombre extendido y que luego, tras la obra de algún motor poderoso, éste cobraba vida, y se ponía de pie con un movimiento tenso y poco natural. Debía ser terrible; dado que sería inmensamente espantoso el efecto de cualquier esfuerzo humano para simular el extraordinario mecanismo del Creador del mundo…”
La temática de la muerte será recurrente en la escritora, a quien la vida le tendrá deparada la pérdida de tres de sus hijos en diferentes momentos de su vida y finalmente la de su esposo Percy Shelley en un incidente de navegación. Percy Florence el hijo que la acompañó por el resto de su vida hasta que falleció a los 53 años en febrero de 1851. La obra de Mary Shelley es tan vasta y variada como su propia vida, a pesar de no haber vivido muchos años.
Las obras de Shelley se centran en el papel de la familia en la sociedad y el rol de la mujer dentro de esa familia. Hace notar “las características afectivas y compasivas propias de las mujeres” asociadas con la familia y sugiere que la sociedad civil no funcionaría bien sin ellas. Shelley estaba “profundamente comprometida con la cooperación, la dependencia mutua y el sacrificio propio”. Para muchos analistas, Shelley Analiza la cultura patriarcal que separa a los sexos y que posiciona a las mujeres bajo la dependencia de los hombres. Según el punto de vista de la historiadora Betty Bennett, “propone sistemas educativos igualitarios para el hombre y la mujer, que generarían justicia social además de beneficios espirituales e intelectuales para enfrentar los desafíos que la vida trae siempre”.
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