El Péndulo de Foucault
[Umberto Eco] Fue entonces cuando vi el Péndulo. La esfera móvil en el extremo de un largo hilo sujeto de la bóveda del coro, describía sus amplias oscilaciones con isócrona majestad. Sabía, aunque cualquiera hubiese podido percibirlo en la magia de aquella plácida respiración, que el período obedecía a la relación entre la raíz cuadrada de la longitud del hilo y ese número “pi” que; irracional para las mentes sublunares, por divina razón vincula necesariamente la circunferencia con el diámetro de todos los círculos posibles; por lo que el compás de ese vagar de una esfera entre uno y otro polo era el efecto de una arcana conjura de las más intemporales de las medidas, la unidad del punto de suspensión, la dualidad de una dimensión abstracta, la naturaleza ternaria de él, el tetrágono secreto de la raíz, la perfección del círculo.
También sabía que en la vertical del punto de suspensión, en la base, un dispositivo magnético, comunicando su estímulo a un cilindro oculto en el corazón de la esfera, garantizaba la constancia del movimiento, artificio introducido para contrarrestar las resistencias de la materia, pues no sólo era compatible con la ley del Péndulo, sino que, precisamente, hacía posible su manifestación, porque en el vacío, cualquier punto material pesado, suspendido del extremo de un hilo inextensible y sin peso, que no sufriese la resistencia del aire ni tuviera fricción con su punto de sostén, habría oscilado en forma regular por toda la eternidad.
La esfera de cobre despedía pálidos, cambiantes reflejos, como quiera que reverberara los últimos rayos del sol que penetraban por las vidrieras. Si, como antaño, su punta hubiese rozado una capa de arena húmeda extendida sobre el pavimento del coro, con cada oscilación habría inscrito un leve surco sobre el suelo, y el surco, al cambiar infinitesimalmente de dirección a cada instante, habría ido ensanchándose hasta formar una suerte de hendidura, o de foso, donde hubiera podido adivinarse una simetría radial, semejante al armazón de una mándala, a la estructura invisible de un pentaculum, a una estrella, a una rosa mística.
No, más bien, a la sucesión, grabada en la vastedad de un desierto, de huellas de infinitas, errantes caravanas. Historia de lentas, milenarias migraciones; quizá fueran así las de los Atlántidas del continente Mu, en su tenaz y posesivo vagar, oscilando de Tasmania a Groenlandia, del Trópico de Capricornio al de Cáncer, de la Isla del Príncipe Eduardo a las Svalvard.
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La punta repetía, narraba nuevamente en un tiempo harto contraído, lo que ellos habían hecho entre una y otra glaciación, y quizá aún seguían haciendo, ahora como mensajeros de los Señores; quizá en el trayecto desde Samoa a Nueva Zembla la punta rozaba, en su posición de equilibrio, Agarttha, el Centro del Mundo. Intuí que un único plano vinculaba Avalón, la hiperbórea, con el desierto austral que custodia el enigma de Ayers Rock.
En aquel momento, a las cuatro de la tarde del 23 de junio, el Péndulo reducía su velocidad en un extremo del plano de oscilación, para dejarse caer indolente hacia el centro, acelerar a mitad del trayecto, hendir confiado el oculto cuadrilátero de fuerzas que marcaban su destino. Si hubiera permanecido allí, indiferente al paso de las horas, contemplando aquella cabeza de pájaro, aquella punta de lanza, aquella cimera invertida, mientras trazaba en el vacío sus diagonales, rasando los puntos opuestos de su astigmática circunferencia, habría sucumbido a un espejismo fabulador, porque el Péndulo me habría hecho creer que el plano de oscilación habría completado una rotación entera para regresar, en treinta y dos horas, a su punto de partida, describiendo una elipse aplanada, la cual giraba también alrededor de su centro con una velocidad angular uniforme, proporcional al seno de la latitud.
¿Cómo habría girado si el punto hubiese estado sujeto en el ápice de la cúpula del Templo de Salomón? quizá los Caballeros también habían probado allí, quizá el cálculo, el significado final, hubiera permanecido inalterado, quizá la iglesia abacial de Saint Martin-des-Champs era el verdadero Templo. En cualquier caso, el experimento sólo habría sido perfecto en el Polo, único lugar en que el punto de suspensión se sitúa en la prolongación del eje de rotación de la Tierra, y donde el Péndulo consumaría su ciclo aparente en veinticuatro horas. |
Umberto Eco (1932-1916)
Nacido por una extraña y significativa coincidencia en un pueblo de la región piamontesa del norte de Italia, cuyo nombre es “Alessandria”; Umberto Eco tuvo una vida dedicada a los libros y a las bibliotecas; que constituyen verdaderos personajes de sus novelas. Los libros inspiraron crímenes e incendios como sucede en su relato “El nombre de la Rosa”, que narra los extraños crímenes ocurridos en una abadía cuyo móvil es un misterioso segundo libro de la “Poética” de Aristóteles protegido un monje ciego y siniestro llamado “Jorge Burgos” (nombre que constituye un curioso homenaje a Jorge Luis Borges).
Habituado a explorar misterios, sus novelas transcurren por temas hoy recurrentes en la literatura popular, como como las sociedades secretas que inspiraron “El Péndulo de Foucault” o las conspiraciones que narra en “El Cementerio de Praga”. Profesor de semiótica y lingüística, con muchos libros técnicos y ensayos sobre estas disciplinas; publica su primer novela “El nombre de la Rosa” a los 48 años. Recuerda al profesor canadiense Marshal Mc. Luhan quien a la inversa de Eco y siendo un cultor de la poesía isabelina, publica ensayos prospectivos como “La Galaxia Gutemberg” y “Guerra y Paz en la Aldea Global” que marcaron el rumbo del pensamiento occidental a partir de 1960.
Dueño de una prosa erudita y una sintaxis compleja, todavía es un misterio la fascinación que ejerce entre sus millones de lectores. Una vez le preguntaron cómo era posible que un libro lleno de frases en latín y discusiones medievales haya llegado a ser un Best Seller mundial (se referían a “El Nombre de la Rosa”). Umberto Eco contestó que el narrador del libro era un personaje adolescente, el aprendiz “Adso de Melk”, que tampoco entendía lo que hablaba su maestro, el monje franciscano Guillermo de Baskerville con los otros monjes adultos. De esta forma el lector se identificaba con Adso y podía sobrevivir a una discusión sobre filosofía o retórica. Era una cuestión de perspectiva que no hería el ego del lector Agregó que distinto hubiera sido si a la historia la narraba el maestro, en cuyo caso no hubiera seducido a nadie, salvo a unos cuantos profesores. Una de sus obras más interesantes es el “Tratado de Semiótica” que sintetiza los conocimientos que puso en práctica al escribir sus novelas. |
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