Las Pisadas Misteriosas
Copyrigth: “El Ilustrador” SMD
[Gilbert Keith Chesterton] Si alguna vez, lector, te encuentras con un individuo de aquel selectísimo club “Los Doce Pescadores Legítimos” cuando concurre a su comida anual reglamentaria en el Vernon Hotel; podrás advertir, mientras se despoja de su abrigo, que su traje de noche es verde y no negro. Si le preguntaras, suponiendo que tuvieras la inmensa audacia de dirigirte a él, el porqué de esta indumentaria, probablemente te contestaría que lo hace para que no lo confundan con un camarero y tú te irás desconcertado; dejando atrás un misterio todavía no resuelto y una historia digna de contarse.
Si, para seguir en esta vena de conjeturas improbables, te encontraras con pequeño sacerdote muy discreto y muy activo al que conocen como Padre Brown y le interrogaras sobre cuál fue el mejor suceso que le ha tocado vivir; tal vez te conteste que fue su aventura en el Vernon Hotel, lugar donde logró evitar un crimen y acaso salvar un alma, gracias al sencillo hecho de haber escuchado unos simples pasos por un pasillo. Está un poco orgulloso de la perspicacia que entonces demostró y no dejará de referirte el caso. Pero como es de todo punto inverosímil que logres elevarte tanto en la escala social como para encontrarse con algún individuo de “Los Doce Pescadores legítimos”, o que te rebajes lo bastante alternando entre pillos y criminales como para que el padre Brown dé contigo, me temo que nunca conocerás la historia…a menos que la oigas de mis labios.
El Vernon Hotel, donde celebraban sus banquetes anuales “Los Doce Pescadores Legítimos”, era una de aquellas instituciones que sólo pueden existir en el seno de una sociedad oligárquica, casi enloquecida de buenas maneras. Era algo, desde todo punto de vista, monstruoso: una empresa comercial “exclusiva”. Quiero decir que no estaba pensada para atraer a la gente, sino por alejarla. En el corazón de una plutocracia los comerciantes acaban por ser tan sutiles, como para sentirse todavía más escrupulosos que sus clientes. Crean positivas dificultades a fin de que su clientela rica y aburrida gaste dinero y diplomacia en destacarse como tales. Si hubiera en Londres un hotel elegante en donde no fueran admitidos los hombres menores de seis pies, la Sociedad organizaría dócilmente partidas de hombres de seis pies para ir a cenar al hotel. Si hubiera un restaurante caro que, por capricho de su propietario sólo se abriera los jueves por la tarde, lleno de gente se vería los jueves por la tarde.
El Vernon Hotel estaba en un ángulo de la Plaza Belgrado. Era un hotel pequeño e incómodo. Pero sus mismas incomodidades servían de muros protectores para esta clase particular. Uno de sus inconvenientes, sobre todo, era considerado como cosa de vital importancia: el hecho de que sólo podían comer simultáneamente en aquel sitio veinticuatro personas. La única mesa grande era la célebre mesa de la terraza al aire libre, en una galería que daba sobre uno de los más exquisitos jardines del antiguo Londres. De modo que los veinticuatro asientos de aquella mesa sólo podían disfrutarse en tiempo de verano; lo que dificultaba este placer haciéndolo más deseable. El dueño actual del hotel era un judío llamado Lever y le sacaba al hotel casi un millón, mediante el procedimiento de hacer difícil su acceso. Cierto que esta limitación de la empresa estaba compensada con el servicio más cuidadoso. Los vinos y la cocina eran de lo mejor de Europa y la conducta de los criados correspondía exactamente a las maneras estereotipadas de las altas clases inglesas. El amo conocía a sus criados como a los dedos de sus manos; no había más que quince en total. Era más fácil llegar a miembro del Parlamento que a camarero de aquel hotel. Todos estaban educados en el más terrible silencio y la mayor suavidad, como criados de caballeros; y por lo general, había un criado para cada caballero de los que allí comían. Sólo así podían consentir reunirse “Los Doce Pescadores Legítimos”, porque eran muy exigentes en materia de comodidades privadas y la sola posibilidad que miembros de otro club pudieran comer en la misma casa los hubiera molestado mucho.
Con ocasión de sus banquetes anuales los “Pescadores” tenían por costumbre exponer sus tesoros como si estuvieran en casa, especialmente el famoso juego de cuchillos y tenedores de pescado, que era -por así decirlo-, la insignia de la Sociedad. Cada pieza había sido labrada en plata bajo la forma de pez y tenía en el puño una gran perla. Este juego se reservaba siempre para el plato de pescado y éste era siempre el más magnífico plato de aquellos magníficos banquetes. La Sociedad observaba muchas reglas y ceremonias pero no tenía ni historia ni objeto, por eso era tan aristocrática. No había que hacer nada para pertenecer a “Los Doce Pescadores”; pero si no se era ya una persona de cierta categoría, ni esperanza de oír hablar de ellos. Hacía doce años que la Sociedad existía. Presidente, Mr. Audley; vicepresidente, el duque de Chester.
Si he logrado describir el ambiente de este extraordinario hotel, el lector experimentará un legítimo asombro al verme tan bien enterado de cosa tan inaccesible y mucho más se preguntará cómo una persona tan ordinaria cual lo es mi amigo el Padre Brown, pudo tener acceso a aquel dorado paraíso. Pero en lo que a estos puntos se refiere, mi historia resulta sencilla y hasta vulgar. Hay en el mundo un agitador y demagogo ya muy viejo, que se desliza hasta los más refinados interiores contándoles a todos los hombres que son hermanos y dondequiera que va este revelador montado en su pálido bridón, el Padre Brown tiene por oficio seguirle.
Uno de los criados, de origen italiano, sufrió durante la tarde un ataque de parálisis. El amo judío, aunque maravillado de tales supersticiones, consintió en mandar a llamar un sacerdote católico.
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Lo que el camarero confesó al Padre Brown no nos concierne, por el sencillísimo hecho de que el sacerdote se lo ha callado; pero, según parece, aquello le obligó a escribir cierta declaración para comunicar cierto mensaje o enderezar algún entuerto.
El Padre Brown, en consecuencia, con un impudor humilde como el que hubiera mostrado en el palacio de Buckingham; pidió que se le proporcionara un cuarto y recado de escribir. Mr. Lever sintió como si le partieran en dos. Era hombre amable y tenía también esa falsificación de la amabilidad: el temor de provocar dificultades o “escenas”. Por otra parte, la presencia de un extraño en el hotel aquella noche, era como un manchón sobre un objeto recién limpiado.
Nunca hubo antesala o sitio de espera en el Vernon Hotel, pues nunca hubo que aguardar a nadie en el vestíbulo; dado que los parroquianos no eran hijos de la casualidad. Había quince camareros para doce huéspedes. Recibir aquella noche a un huésped nuevo sería tan extraordinario como encontrarse a la hora del almuerzo o del té con un nuevo hermano en la propia casa. Sin contar con que la apariencia del cura era muy de segundo orden y su traje tenía manchas de lodo, sólo el contemplarle podría provocar una crisis en el club. Mr. Lever, no pudiendo deshacerse del mal, inventó un plan para disimularlo. Según entráis al Vernon Hotel (y nunca entraréis), se atraviesa un pequeño pasillo decorado con algunos cuadros deslucidos pero importantes y se llega al vestíbulo principal que se abre a mano derecha en unos pasillos por donde se va a los salones y a mano izquierda en otros pasillos que llevan a las cocinas y servicios del hotel. |
Inmediatamente a mano izquierda se ve el ángulo de una oficina con cancela de cristal que viene a dar hasta el vestíbulo: una casa dentro de otra, por decirlo así, donde tal vez estuvo en otro tiempo el bar del hotel precedente.
En esta oficina está instalado el representante del propietario (allí hasta donde es posible, todos se hacen representar por otros) y algo más allá, camino de la servidumbre, está el vestuario; último término del dominio de los señores. Pero entre la oficina y el vestuario hay un cuartito privado, que el propietario solía usar para asuntos importantes y delicados, como el prestarle a un duque mil libras o excusarse por no poderle facilitar medio chelín. La mejor prueba de la magnífica tolerancia de Mr. Lever consiste en haber permitido que este sagrado lugar fuera profanado durante media hora por un simple sacerdote que necesitaba garrapatear unas cosas en un papel. Sin duda, la historia que el Padre Brown estaba trazando en aquel papel era mucho mejor que la nuestra, pero nunca podrá ser conocida. Me limitaré a decir que era casi tan larga como la nuestra y que los dos o tres últimos párrafos eran los menos importantes y complicados. Porque fue en ese instante, en el que escribía estas últimas páginas, cuando el sacerdote comenzó a consentir cierta errabundez a sus pensamientos y permitió a sus sentidos animales, muy agudos por lo general, que despertaran.
Oscurecía mientras llegaba la hora de la cena y aquel olvidado cuartito se iba quedando sin luz. Tal vez, la oscuridad creciente -como a menudo sucede-, afinó los oídos del sacerdote. Cuando el Padre Brown redactaba la última y menos importante parte de su documento, se dio cuenta que estaba escribiendo al compás de un ruidito rítmico que venía del exterior; así como a veces piensa uno a tono con el ruido de un tren. Al darse cuenta de esto, comprendió también de qué se trataba: no era más que el ruido ordinario de pasos, cosa nada extraña en un hotel. Sin embargo, conforme crecía la oscuridad se aplicaba con mayor ahínco a escuchar el ruido. Tras de haberlo oído algunos segundos como en sueños, se puso de pie y comenzó a prestarle más atención inclinando un poco la cabeza. Después se sentó otra vez y hundió su rostro entre las manos, no sólo para escuchar, sino para escuchar y pensar. El ruido de los pasos era el ruido propio de un hotel; con todo, en el conjunto del fenómeno había algo extraño. Más pasos que aquéllos no se oían. La casa era de ordinario muy silenciosa porque los pocos huéspedes habituales se recogían a la misma hora y los bien educados servidores tenían orden de ser imperceptibles mientras no se les necesitase. No había sitio en que fuera más difícil sorprender la menor irregularidad. Pero aquellos pasos eran tan extraños, que no sabia uno si llamarlos regulares o irregulares. El Padre Brown se puso a seguirlos con sus dedos sobre la mesa, como el que trata de aprender una melodía en el piano.
Primero se oyó un ruido de pasitos apresurados: diríase de un hombre de peso ligero en un concurso de paso rápido. De pronto, los pasos se detuvieron y recomenzaron lentos y vacilantes; este nuevo paso duró casi tanto como el anterior, aunque era cuatro veces más lento. Cuando éste cesó, volvió aquella ola ligera y presurosa y luego, otra vez… el golpe del andar pesado. Era indudable que se trataba de un solo par de botas, tanto porque -como ya hemos dicho- no se oía otro andar, como por cierto rechinido inconfundible que a éste le acompañaba. El Padre Brown tenía un espíritu que no podía menos de proponerse interrogantes y ante aquel problema aparentemente trivial, se puso inquietísimo. Había visto hombres que corrieran para dar un salto y hombres que corrieran para deslizarse. Pero, ¿era posible que un hombre corriera para andar, o bien que anduviera para correr? Sin embargo, aquel invisible par de piernas no parecía hacer otra cosa. Aquel hombre, o corría medio pasillo para después andar la otra mitad; o andaba medio pasillo para después darse el gusto de correr la otra mitad. En uno u otro caso, aquello era absurdo. Y el espíritu del padre Brown se oscurecía más y más como su cuarto.
Poco a poco la oscuridad de la celda fue aclarando sus pensamientos. Y le pareció ver aquellos fantásticos pies haciendo cabriolas por el pasillo en actitudes simbólicas y no naturales. ¿Se trataba acaso de una danza religioso-pagana? ¿O era alguna nueva especie de ejercicio científico? El Padre Brown se preguntaba a qué ideas podían exactamente corresponder aquellos pasos. Consideró primero el compás lento: aquello no correspondía al andar del propietario. Los hombres de su especie, o andan con rápida decisión o no se mueven. Tampoco podía ser el andar de un criado o mensajero que esperara órdenes; no sonaba a eso. En una oligarquía, las personas subordinadas suelen bambolearse cuando están algo ebrias, pero, por lo general y sobre todo en sitios tan imponentes como aquél; o están quietas o adoptan una marcha forzada. Aquel andar pesado y sin embargo elástico que parecía lleno de descuido y de énfasis no muy ruidoso, pero tampoco cuidadoso de no hacer ruido; sólo podía pertenecer a un animal en la tierra, era el andar de un caballero de la Europa occidental y tal vez de un caballero que nunca había tenido que trabajar. Al llegar el Padre Brown a esta certidumbre, el paso menudo volvió y corrió frente a la puerta con la rapidez de una rata. Y el Padre Brown advirtió que este andar mucho más ligero que el otro era también menos ruidoso, como si ahora el hombre anduviera de puntillas. Sin embargo, no sugería la idea del secreto, sino de otra cosa -de otra cosa que Brown no acertaba a recordar-. Y luchaba en uno de esos estados de “casi-recuerdo” que le hacen a uno sentirse “casi-perspicaz”. En alguna otra parte había oído ese andar menudo. Y de pronto volvió a levantarse poseído por una nueva idea y se aproximó a la puerta. Su cuarto no daba directamente al pasillo, sino por un lado a la oficina de las vidrieras y por el otro al vestuario. Intentó abrir la puerta de la oficina pero estaba cerrada con llave. Se volvió a la ventana, que a esa hora no era más que un cuadro de vidrio colmado de una niebla rojiza apenas coloreada por el último destello solar y por un instante le pareció oler la posibilidad de un delito, como el perro huele las ratas…
¿Quién fue Gilbert Keith Chesterton?
Gilbert Keith Chesterton, (1874-1936), fue un escritor, periodista y pensador nacido en Londres, que se destacó por su irónica y exquisita prosa. Entre sus creaciones más populares están los cuentos del “Padre Brown”, que narran aventuras policiales de un menudo y humilde sacerdote católico irlandés de gran perspicacia para desentrañar misterios, cuyas aventuras e ingenio hacen empalidecer al propio Sherlok Holmes, personaje creado por Arthur Conan Doyle.
Mientras la literatura de Arthur Conan Doyle es esencialmente recreativa -lo que no desmerece su gran valor literario-; encontramos en Chesterton, además, una profunda visión trascendental de la vida que se trasunta en su obra literaria; pues además de escritor, sobre todo era un pensador que discurrió desde el agnosticismo hasta la fe católica, en la que murió. Precisamente su obra narrativa más destacada, es la serie de cuentos del Padre Brown, el alter ego literario de un sacerdote irlandés llamado John O´Connor (1870-1852), que se desempeñó como cura párroco de Bradford Yorkshire y que tuvo mucho que ver en la conversión a la fe católica de Chesterton.
Chesterton ha sido etiquetado como conservador porque destaca valores de la tradición y del mundo antiguo (sobre todo medieval). Luego de una crisis de juventud que le quitó la fe, elaboró cuáles serían las condiciones ideales para la vida humana y las respetó en carne propia hasta su muerte. Con el tiempo descubrió que sus normas no eran originales y que ya habían sido propuestas por el cristianismo al que comenzó a acercarse primero por el anglicanismo hasta que finalmente se hizo católico en 1922. Sus argumentos nunca fueron teológicos sino basados en la razón, la experiencia y el sentido común; lo que dota a sus ensayos de un enorme poder de persuasión. Para Jorge Luis Borges (1899-1986) en la vastísima obra de Chesterton, no existe una sola página que no ofrezca felicidad y nos recomienda leer “Man the Everlasting”, obra que describe como una extraña historia universal que prescinde de fechas y en las que casi no hay nombres propios y que expresa la trágica hermosura del destino del hombre sobre la tierra. |
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