Hasta el descubrimiento de los textos de Qumrán, los manuscritos en hebreo más antiguos que se disponían, datan de los siglos IX a X después de Cristo, por lo que cabía especular que podrían presentar alteraciones respecto de aquellos. Sin embargo se ha comprobado que los textos encontrados coinciden con los medievales, a pesar de que han transcurrido entre ambos mil años. Las pocas variantes que presentan coinciden en gran parte con fragmentos de la versión griega llamada de los Setenta o por el Pentateuco samaritano. También se ha demostrado que había un modo de interpretar la Escritura (y las normas legales) diferente al habitual entre saduceos o fariseos. Estos textos hoy se encuentran disponibles para su cotejo “on line” gracias al Museo de Jerusalén.
Durante los años noventa del siglo XX surgieron mitos conspirativos que sostenían que los manuscritos contenían doctrinas que contradecían tanto al judaísmo como al cristianismo y que, en consecuencia, el Gran Rabinato y el Vaticano se habían puesto de acuerdo para impedir su publicación. Sin embargo, es justo aclarar que las dificultades para su difusión reposaban en cuestiones técnicas o científicas antes que en razones de orden religioso; lo que puede comprobarse con el acceso libre, que hoy dispone cualquier interesado para cotejar el texto.
También se ha propuesto una teoría poco menos que estrafalaria o al menos muy original. Dos profesores, Barbara Thiering de Sydney y Robert Eisenman de la State University de California, publicaron libros en los que comparan documentos qumránicos con el Nuevo Testamento para llegar a la conclusión de que ambos están escritos en clave y que encubren un significado oculto. Sugieren que el Maestro de Justicia (fundador del grupo de Qumrán), habría sido Juan el Bautista y su oponente Jesús (según B. Thiering), o que el Maestro de Justicia habría sido Santiago y su oponente Pablo.
Se basan en expresiones cuyo significado no se entiende en un contexto interpretativo ortodoxo. Así pueden leerse expresiones extrañas tales como: “Maestro de Justicia”, “Sacerdote impío”, el “Mentiroso”, el “León furioso”, los “buscadores de interpretaciones fáciles”, los “hijos de la luz”, los “hijos de las tinieblas”, la “casa de la abominación”, etc. Se desconoce el alcance de tales expresiones y ello es lo que divide a los exégetas; pues para algunos, el desconocer el sentido de esta palabras no indica necesariamente misterio alguno sino una simple cuestión semántica a dilucidar; pero para otros, estas palabras sugieren doctrinas diferentes a la tradición judaica con expresiones extravagantes, lo que constituye un indicio importante de que estos documentos esenios ocultan información que sus autores no querían compartir con sus contemporáneos.
Uno de los embates más polémicos contra el canon de la tradición judaica lo hicieron dos arqueólogos Israel Finkelstein y Neil Asher Silberman que escribieron un libro que titularon “La Biblia Desenterrada”. Estos arqueólogos por su parte contrastaron las historias del Antiguo Testamento con los descubrimientos arqueológicos modernos.
Para estos autores, los pueblos que se engloban bajo la común denominación de Israel tienen una historia real que no se refleja en las historias canónicas relativas a la epopeya fundacional de Moisés, la conquista de Canaán, o el legendario poder de la dinastía de David y Salomón. En este contexto, tramos enteros de la historia de Israel son invenciones basadas en desarrollo históricos paralelos de otros pueblos. Por ejemplo, la historia de la esclavitud en Egipto es completamente ficticia, aunque pudo inspirarse en el hecho de que los egipcios empleaban obreros inmigrantes del Sinaí en sus obras públicas. El Éxodo tampoco tendría bases históricas, siendo inviable una huida masiva de esclavos a causa del férreo dominio que Egipto ejercía sobre Israel. A ello debe agregarse que los egipcios tampoco registraron semejante historia; lo cual hubiera sido un evento importante en su historia.
La conquista de Canaán por los israelitas tampoco tiene correlato arqueológico, excepto la destrucción de las ciudades-estado litorales por parte de un adversario desconocido, quizá los enigmáticos “Pueblos del Mar”, y por la devastación llevada a cabo por el faraón egipcio Shoshenk (llamado Sisac en la Biblia). Al parecer entre los supuestos “israelitas” y los cananeos hubo sucesivas olas de colonización y abandono de las tierras al oeste del Jordán por parte de pueblos nómades y tensiones habituales entre los pastores nómades y los agricultores sedentarios. La auto-identificación étnica de los israelitas como pueblo fue posterior.
Para estos investigadores, la gesta de David contra los filisteos es una invención, dada la pobreza demográfica y cultural del reino de Judá. El esplendor de Salomón no condice con la Jerusalén de esa época, que era apenas aldea serrana sin fortificaciones ni grandes templos. Los enormes ejércitos bíblicos no hubieran podido formarse ni mantenerse. Según la hipótesis que desarrolla el libro todas estas historias fueron escritas siglos después para legitimar la unificación sociopolítica, ideológica y religiosa del reino que buscaba integrar a las tribus del norte (Israel) con las tribus del sur (Judá) bajo una capital (Jerusalén) en la que se asentaba el único Templo dedicado a un único Dios. Las profecías que se refieren a Judá e Israel representarían intentos posteriores de conciliar las supuestas promesas divinas de un reinado eterno y unificado, con la amarga separación y enemistad entre ambos reinos y con la inexplicable prosperidad de un Israel que se había rebelado contra Dios.
Otra mirada sobre esta cuestión surge de la lectura concreta de algunos textos de los denominados apócrifos -en ambas tradiciones- y cuyo cotejo nos revelan historias asombrosas que no figuran en la Biblia. Uno de esos textos, que se conoce como el “Libro de Adán y Eva”, fue escrito en árabe, probablemente en el siglo VI, y narra la historia de las tentaciones que la serpiente puso a la creación de Dios, la pareja humana. En estas historias, los hijos de Dios nombrados en el Génesis son los hijos de Set, el tercer hijo de Adán y las hijas de los hombres serían las hijas de Caín, el primer asesino. Un lejano antecedente de la peyorativa manera que algunos textos religiosos tratan a la mujer.
Por su parte el conocido libro de Enoc, que fue desterrado del canon judío, cuenta la historia de ángeles que descendieron a la tierra y desobedecieron a Dios copulando con las hijas de los hombres, lo que habría generado una raza de gigantes, que luego tuvo que ser destruida por la divinidad mediante el diluvio. En el Evangelio de Pedro, otro libro expulsado el canon, reaparecen los gigantes que, desde una apertura en los cielos vinieron a la Tierra luego del entierro de Jesús e ingresaron a su tumba para llevarlo al cielo. En el evangelio de Tomás Jesús acusa a los fariseos de poseer las llaves del conocimiento y de ocultarlas; profetizando además, que va a diseminar sobre la tierra fuego, guerra, odio y división entre los hombres, profecía ésta última que parece haberse cumplido.
Los textos religiosos ancestrales, suelen constituir el basamento fundamental de grandes culturas y civilizaciones que se erigieron en torno a ellos y preservan información invaluable para el conocimiento de la historia humana. Muchos estudios sociológicos destacan estas funciones informativa, identitaria y cohesiva afirmando que la religión y la tradición constituyen la amalgama necesaria que une a las diferentes partes de una comunidad; pero la contracara de esta última función es su exacerbación, que suele derivar en la creencia que una determinada tradición conlleva también cierta excepcionalidad, que otorga preminencia frente a los otros pueblos. La arqueología y otras disciplinas al visibilizar la coexistencia de varias tradiciones aportan, en alguna forma, un antídoto para contrarrestar esta peligrosa deviación.
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